Teníamos un juguete (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Teníamos un juguete y era el más divertido del mundo. No lo habíamos inventado nosotros, pero jugábamos mejor que los inventores. Aceptamos algunas palabras de su idioma original: ful, córner, orsai, pero enseguida lo llenamos de palabras nuestras: sombrero, rabona, pared.

Empezamos a jugar en la vereda, en los patios, en invierno y verano, hasta que un día algunos de nosotros, los que jugaban mejor, dejaron sus empleos y se dedicaron por completo. ¡Y qué bien que jugaban!

Era tan grande la belleza de sus movimientos que muchos dejamos de jugar y nos pusimos a mirarlos. Armamos clubes sociales, construimos tribunas de madera, después de cemento, solamente para ver de cerca a los mejores de cada barrio. Después organizamos torneos semanales, discutimos las reglas y elegimos colores para las camisetas. Éramos grandes, pero actuábamos como si fuéramos chicos.

Y, claro, los que habíamos nacido en un barrio queríamos que el domingo ganaran los nuestros, y que los vecinos perdieran. Entonces le incorporamos una variante al juego: mientras durase el partido, los que mirábamos teníamos que cantar a coro y a los gritos. Y así lo hicimos.

Un día se hicieron tan numerosas las hinchadas, tan efusivas, que tuvimos que poner barras de fierro en las tribunas, a la altura de la cadera, para no caernos en avalancha por culpa de la emoción. Después esa barra de metal sirvió para que el hincha con mejor garganta, subido a ella, dirigiera al coro improvisado. Bautizamos a este hincha con el nombre de «barrabrava», porque sus malabares eran de vértigo.

Entonces nos empezó a interesar más el accesorio que el juguete. En esa época empezamos a exagerar la emoción que sentíamos. Los hinchas, que hasta ese momento fingíamos pequeñas guerras ficticias, nos olvidamos de que actuábamos en chiste. Empezamos a llamarle «pasión» a nuestra simpatía por un club.

A muchas empresas esto les pareció muy rentable y reforzaron la idea de «pasión». La pasión del encuentro. Todos unidos por una pasión. El juguete se había vuelto tan importante como la vida. Entonces, una tarde, dejamos de alentar a los jugadores y empezamos a ser hinchas de nuestra propia pasión.

Mientras en el pasto ocurría el juego, las tribunas se felicitaban a ellas mismas, y creímos sensato fundar periódicos, emisoras de radio, canales de televisión que informaran durante las veinticuatro horas del día sobre el juego, aunque el juego solamente ocurriera una vez por semana. No nos pareció excesivo. Porque de martes a sábados queríamos saber sobre las hinchadas, sobre los barrabravas, sobre los dirigentes, sobre la pasión.

Los periódicos le daban la misma importancia a un conflicto entre hinchas que a la guerra de Medio Oriente. Y los barrabravas empezaron a tener nombre y apellido en la prensa. Les sacaban fotos, se hablaba de ellos en la tele. Cuanto mayor era su salvajismo, más grande su fama y su titular.

Los relatores del juego, que al principio decían los nombres de los jugadores por la radio, también empezaron a fingir emoción. Durante los partidos gritaban los goles cincuenta segundos en el micrófono, como poseídos, y después les pedían calma a las tribunas. Nadie sabe cuándo fue, exactamente, que todo se fue al carajo.

Nadie se acuerda cuándo murió el primero de los 240 nuestros, ni a manos de quién. Nadie sabe cómo algunos se hicieron dueños del juguete. Pero un día las tribunas se convirtieron en campos de batalla. Y la prensa no hablaba de la muerte de seres humanos, sino de la muerte de «hinchas». Para alimentar la pasión.

Los dueños del juguete se llenaron los bolsillos y hasta pusieron árbitros tecnológicos con la potestad de interrumpir el partido cada diez minutos para saber qué cobrar, y así el juguete dejó de parecerse al que se jugaba en los barrios. Hoy ya no hay sombreros, ni rabonas, ni paredes. Y pusieron una manga de plástico para que los jugadores puedan salir de la cancha sin morir.

Teníamos un juguete. Era el más divertido del mundo. Todavía no sabemos si fue un accidente, pero rompimos el juguete en mil pedazos. Lo hicimos mierda, entre todos. Lo hicimos mierda.

Y lo más triste es que no sabemos jugar a otra cosa.

Hernán Casciari