—Ay, pobrecito —digo yo—, me acuerdo que cuando era chiquito se cagaba encima cada vez que yo se la cantaba… ¿Te acordás viejo?
—Sí, me acuerdo, era una risa… —recordó el Zacarías; pero enseguida, mirando a la Sofi, interpeló—: ¿Nena, vos qué hacés escuchando las conversaciones de tu hermano con el psicólogo?
La Sofi bajó la vista.
—¡Alora que la bambina nos trae notichia fresca, vó te poné ético! —la defiende el Nonno.
El Caio se estaba lavando las manos para comer, así que cuando volvió a la mesa todos nos hicimos los boludos y no hablamos más del tema.
Más o menos promediando los ravioles, el que empezó fue don Américo, despacito, haciendo ritmo con el tenedor:
—Hasta el vieco ospitale dell’ muñequi —tarareó sonriendo y con cara de picardía—… chiegó il póvero Pinoquio malheritto…
El Caio sintió el golpe, pero se hizo el desentendido. Siguió comiendo como si nadie estuviera cantando, aunque notamos que el labio de abajo le empezaba a temblar, como si alguien se lo estuviese tirando con una piola desde abajo de la mesa.
La Sofi se sumó al Nonno y también cantó:
—… y un cruel espantapájaros bandido… ¡lo sorprendió durmiendo y lo atacó!
El Caio ya temblaba como un papel: había dejado de comer y los ojos le daban vueltas por la cocina como si estuviera en la montaña rusa. Zacarías se levantó y, revoleando la servilleta como un folclorista, se prendió al martirio:
—Llegó con su nariz hecha pedazos… una pierna en tres partes astillada…
Y la Sofi, poniendo voz de ultratumba:
—… una lesión interna y delicada, que el médico de guardia le atendió…
A mí me daba pena el nene, al que ya le empezaban a salir unas lágrimas del tamaño de una moneda de cincuenta, mirándonos a todos como si fuéramos fantasmas. Pero más me pudo la felicidad familiar, así que también me puse de pie y arremetí con el estribillo:
—… ¡A un viejo cirujano llamaron con urgencia! —canté— y con su vieja ciencia pronto lo remendó…
Y el Nonno: —… pero dico a los altres muñequi internatti… La familia entera rodeaba al Caio para el broche de oro:
—…Todo esto será en vano: ¡¡le falta el corazón!!
No hubo necesidad de seguir: el Caio pegó un grito de terror, se levantó de la mesa llorando y se tiró por la ventana al patio dando una vuelta de carnero. Por el patio siguió corriendo, saltó la medianera de la vieja Monforte y ganó la calle. A toda velocidad.
—¡No corras que es peor! —le gritaba el Zacarías.
Nosotros nos quedamos mirándolo por la ventana: pegaba zancadas de metro y medio, como un poseído, hasta que se lo comió la esquina y ya no lo vimos más.
Nos repartimos su plato de ravioles entre todos, mientras seguimos cantando el resto de la canción. ¡Qué chico pelotudo este Claudio! Yo creo que tendría que enfrentarse a sus miedos como un hombre, porque sinó no se los va a curar nunca.