Tiempos de perdón muy escaso
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Hace unos doce años (o quizás más, porque tengo el recuerdo del viejo logotipo de Nuevediario), ocurrió en un informativo algo único. 

Un chico de quince años había sido atropellado por el auto de otro menor que, sin carnet y quizás borracho, se había dado a la fuga. El periodista le estaba poniendo el micrófono a la madre del chico muerto. Yo estaba almorzando y esperaba el discurso de siempre, me preparaba para el nudo en la garganta y la empatía con aquella pobre mujer que, en segundos, comenzaría a gritar la palabra justicia, una vez, tres veces, seis veces. Pero no. No ocurrió. La madre del chico muerto miró la cámara y le habló al otro chico, al que se había fugado. Le dijo que tenía su perdón (el de ella) y que ojalá ese perdón le sirviera (al tránsfuga, al del auto) para dormir por las noches. Dijo la mujer que debía ser horrible, para un muchacho, matar sin querer a otro. Y le pidió a la Justicia comprensión. 

Hay más gritos que palabras en las televisiones, y aquella mujer se perdió muy pronto en el maremoto de mil noticias más, todas con mejores y más rentables decibeles. Quedó relegada. Yo nunca volví a escuchar, hasta esta semana, a nadie perdonar en caliente. Ocurrió otra vez el martes pasado. De nuevo yo almorzaba y no podía creerlo. Esta vez fue en Andalucía. «Prefiero mi situación a la que deben de estar pasando las madres de los que mataron a mi hijo. Prefiero su muerte a que él hubiera matado a alguien». Esto decía la madre de un tal Juan Fernando Martínez, un chico de 18 años apuñalado en Sevilla por una bandita de adolescentes descerebrados. Su rostro estaba sereno, como aquella otra madre de Buenos Aires. Su gesto estaba en paz. Y el padre del chico, a su lado, asentía cada palabra de la mujer. Él también habló, aunque la voz le temblaba mucho. Dijo el padre: «Tendrías que haber visto su expresión, porque para haber sido una muerte violenta, Juan tenía una cara de paz, de sosiego, que no habría tenido si hubiera muerto con odio… Estamos seguros de que los perdonó» (a sus asesinos). La esposa lo interrumpió: «Sabemos que sus madres están deshechas y pensamos en ellas, en cómo deben sentirse al saber que sus hijos han causado este daño». 

Son tiempos de perdón muy escaso. La violencia se multiplica y la prensa olfatea el sufrimiento y pone los micrófonos en el epicentro del dolor. En cualquier parte del mundo, no solo en Argentina, la inseguridad está acurrucada en la sombra de la siguiente vereda, y los micrófonos, más acurrucados aún, esperan la primera bocanada de odio repentino. Las madres de las víctimas son un plato fuerte. No es únicamente aquí, es en todas partes: la madre encorvada del chico muerto a balazos en un fuego cruzado, pero también el padre de la nena violada en el jardín de infantes, y la estrella mediática que perdió al amigo y no se calla… Todos hablan con el dolor en la mano, con la razón apagada, cuando les ponen un altavoz en la garganta seis minutos después de la herida mortal. Y el perdón es escaso, la compasión no llega nunca. Pero cuando llega (contadísimas veces) siempre es una madre. Una madre que se pone en los zapatos de otra.

Hernán Casciari