Sin embargo, no cometí ningún delito. Nadie puede elegir de quién se enamora. Y yo me enamoré de una mujer adulta, de una mujer que tiene carnet de conducir y paga sus impuestos. Y ella se enamoró de mí. Y tuvimos un hijo. ¿Dónde está el delito?
Los que ahora se acercan, con los puños apretados, son sicarios que mataron por dinero, traficantes que envenenaron inocentes, o violadores que dejaron trauma y dolor. Y yo no hice nada de eso.
Yo solamente amo a Katie. Ella y yo nos enamoramos desde la primera vez que nos vimos. Incluso antes, cuando empezamos a conversar por Facebook, hubo una conexión inmediata. No me había pasado con nadie.
Ella me buscó a mí, eso es muy tierno. Ni bien cumplió dieciocho años, Katie fue al registro de adopción y preguntó por la identidad de sus padres biológicos. Tenía derecho a hacerlo, porque ya era mayor de edad. Y en el registro le dieron mi nombre y el de mi esposa. Entonces, una tarde, Katie me agregó a Facebook sin decir que era ella. Sin decir que era ese bebé que mi mujer y yo concebimos en el invierno del 98, cuando éramos tan, tan adolescentes, ese bebé que no paraba de llorar y que envolvimos en una manta amarilla, y dimos en adopción sin tristeza, casi con alivio, porque nuestra vida entonces era un caos.
Katie no me dijo que yo era su padre biológico cuando empezamos a chatear. Me lo dijo diez días después; aunque para ese entonces yo ya había notado (para qué negarlo) que teníamos el mismo gesto en nuestras fotos de Facebook.
Cuando me confesó quién era hicimos una cita para vernos. Nos encontramos en un Starbucks. Llegamos, mi esposa y yo, y la abrazamos, y le pedimos perdón, y conversamos. Tres meses después la trajimos a casa, y conoció a nuestras dos hijas menores, a sus hermanas, y entonces Katie nos pidió quedarse a vivir con nosotros.
Yo al principio dudé, porque sabía lo que estaba pasando en mi corazón. ¿Pero cómo podía decirle que no? ¿Cómo iba a abandonarla, por segunda vez en la vida?
Mi matrimonio era un desastre desde hacía mucho, Katie no tuvo nada que ver con eso. Yo estaba hundido en una depresión muy grande, por eso cuando llegó ella a casa me cambió el humor. Todos lo notaron, también en el trabajo. El corazón me saltaba de alegría cuando nos quedábamos solos. Los dos tenemos insomnio (es genético). Entonces Katie preparaba café y me contaba su vida.
Yo no la miraba como miro a mis dos hijas. A las nenas las vi nacer, les cambié los pañales. Cuando Katie llegó a mi vida ya era una mujer adulta. No solo en un sentido legal, era una MUJER… con todas las letras. En mi memoria no está el archivo de sus noches de llanto, ni de sus cólicos. No la vi crecer. Nunca se sentó en mis rodillas para repasar el alfabeto. Katie llegó a mi vida como cualquier mujer joven (y hermosa) llega a la vida de un hombre que ya no creía en el amor. Pero ellos no lo entienden, los que ahora me arrinconan en el patio de la cárcel, no lo entienden. Son traficantes, sicarios, hay incluso violadores. Me quieren dar una lección. Me arrinconan en círculo y yo estoy en el medio. Cierran filas; me miran con odio. A un costado los guardias, que son seis, al mismo tiempo, dejan de vigilar el patio. Los guardias bajan la vista, y los presos saben que tienen zona liberada. Es el mediodía del 9 de febrero. Siento un escupitajo en la cara; alguien me grita «monstruo». El primer golpe llega de atrás y me quiebra una costilla. Entonces cierro los ojos, y pienso en Katie.