Últimas palabras en un ascensor (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Una madrugada, el ascensor de mi departamento de Almagro se quedó entre el tercero y el cuarto, y tuve que salir por el hueco. Del lado de afuera, el portero me decía que lo hiciera sin problemas, que no había riesgos. Y entonces descubrí mi fobia a partirme en dos y me paralicé de terror.

Inmóvil de pánico, empecé a desarrollar imágenes de mí mismo saliendo del ascensor; imaginé que el ascensor volvía a funcionar en ese instante y que mi cintura quedaba en el medio, partiéndome en dos como a un durazno. Y no me animé a salir, me quedé quieto.

Como nací en Mercedes, que es el medio del campo, yo crecí viendo a las gallinas correr unos segundos sin cabeza. Yo sabía que morirse en serio es posterior al desgarramiento que te mata. Sabía que siempre hay unos segundos donde la sangre sigue subiendo por la cabeza y te deja actuar por última vez, aunque estés muerto, no importa si sos persona o gallina.

Y gracias a eso tuve la lucidez del condenado: pensé que cuando el ascensor me cortara en dos mitades yo sería un medio hombre capaz de entender todo. Y me creí con tiempo de hacer un último chiste antes de desangrarme. Pensé que, si el ascensor me partía en dos, yo le iba a decir al portero: «Me pica el pie, ¿podrías ir a planta baja y rascarme?».

Esa decisión, la de morir fingiendo felicidad o alegría, fue la que le ganó la guerra a la parálisis. Fueron más grandes las ganas de hacer ese chiste que el miedo a que me aplastara el ascensor.

Y entonces tuve coraje y salí. Y no pasó nada. Ni muerte, ni rasguño, ni dolor. Salí de ese ascensor y desde ese momento empecé a pensar, minuciosamente, en cuáles iban a ser mis últimas palabras. Y así nació mi segundo gran miedo: morirme sin decir nada.

Siempre les tuve mucho respeto a los hombres que prepararon con dedicación su frase final antes de morir. Me dan pena aquellos hombres a los que la muerte los agarra por sorpresa y que, incluso teniendo sus palabras bien pensadas, no pueden decirlas por falta de reflejos.

Martin Luther King, por ejemplo, le estaba contestando a un amigo que le recomendaba llevar campera, y dijo: «Está bien, ahora me pongo algo», y lo mataron de un tiro con esa idiotez en la boca. O el pobre Einstein, que seguramente dijo algo maravilloso, sublime, revelador, sin saber que el enfermero que lo estaba cuidando, el único testigo de su muerte, no sabía ni una sola palabra en alemán.

Los que dejan frases pesimistas me dan un poco de asco. Porque, pudiendo decir alguna cosa esperanzadora, se quedan enchastrados en el egoísmo de su propia tristeza. Como Bolívar, con su quejoso «He arado en el mar», o como Gorki, que se murió diciendo: «Habrá guerras, prepárense». O el mismísimo Churchill, siempre tan bajonero, que se murió diciendo: «Todo me aburre».

Da Vinci, que sabía que había sido el hombre más importante de su época, se murió con un gesto de falsa modestia, dijo: «He ofendido a la humanidad porque mi trabajo no tuvo la calidad suficiente». ¡Qué pelotudo! En cambio, Galileo, testarudo y empecinado, repitió su ya famoso «eppur si muove», pero en la versión maxi remixada: «No importa lo que digan, la Tierra gira alrededor del Sol».

Beethoven, muy raro en él porque era bastante original para todo, se copió las últimas palabras de Rabelais. El músico dijo: «Que los amigos aplaudan, la comedia se terminó», una 110 frase demasiado parecida a la del escritor francés, que dijo: «¡Que baje el telón, la farsa ha concluido!». Y las frases de los dos son mucho menos efectivas que la del gran Nerón, un muchacho irónico e irrepetible, que dijo: «¡Qué artista muere conmigo!», y me imagino que sonrió de un solo lado antes de morir.

María Antonieta hizo un chiste. Le dijo al verdugo —que un segundo después le iba a cortar la cabeza—: «Disculpe, lo pisé». Una genia.

Pero la más divertida, a mi juicio, fue la de Balzac, y con él me quedo para cerrar este recuento de cadáveres.

Balzac, sabiendo que fue el escritor más prolífico de la historia, el que más cuentos y novelas escribió, miró el reloj antes de morir y dijo:

—Puta madre. Ocho horas con fiebre. ¡Me hubiera dado tiempo a escribir un libro!

Hernán Casciari