Sudando la gota fría, inmóvil de pánico, empecé a desarrollar imágenes de mí mismo saliendo de la cabina; imaginé que el artefacto volvía a funcionar en ese instante y que mi cintura quedaba en medio de la guillotina casual, partiéndome en dos como a un durazno en la previa del clericó. No podía moverme.
Como mis abuelos eran un poco campesinos, crecí viendo a las gallinas correr unos segundos sin la cabeza, o a las ranas en la sartén mover las ancas al ritmo de un foxtrot crepitante. Sabía que morirse en serio es posterior al desgarramiento que te mata. Sabía que siempre hay unos segundos donde falla el sistema (seas rana, cristiano o gallina) en los que la sangre sigue subiendo por la cabeza y te deja actuar por última vez, aunque estés muerto.
Y gracias a eso tuve la lucidez del condenado: pensé que cuando el ascensor me cortara en dos mitades, yo sería un medio-hombre capaz de entender el universo, capaz de reconocer el problema de la muerte. Y me creí con tiempo de hacer un último chiste antes de desangrarme. «Me pica el pie, que alguien vaya a planta baja y me lo rasque», algo que le dejara claro a los presentes que el Jorge moría, sí, pero sin dejar nunca de ser un comediante.
Esa decisión, la de morir fingiendo felicidad, fue la que le ganó la guerra a la parálisis. Fue más grande el deseo de ser legendario que el miedo a que me aplastase la mole. Mayor el triunfo improbable de que mis amigos convirtiesen en leyenda mi forma de morir, que el riesgo posible a que me matase un ascensor en la madrugada de un martes.
Y salí. Y no pasó nada. Ni muerte ni rasguño ni dolor. Salí de la cabina y nunca, hasta hoy, le conté a nadie qué resorte me movió a salir. Desde ese momento, empecé a pensar minuciosamente en mis últimas palabras. Y así nació mi segunda fobia: la de morirme sin decir nada.
Siempre le tuve un respeto muy grande a los hombres que prepararon con dedicación su frase final. Me dan pena aquellos a los que la muerte los agarra por sorpresa, y que incluso teniendo sus palabras bien pensadas, no pueden decirlas por falta de tiempo o de reflejos.
Martin Luther King, respondiendo a un amigo que le recomendaba llevar una campera porque estaba fresco, dijo: «Está bien, ahora me pongo algo» y lo mataron de un tiro con esa idiotez en la boca. O el pobre Einstein, que seguramente dijo algo maravilloso, sublime, revelador, sin saber que la enfermera que lo estaba cuidando (único testigo de su partida) no sabía una sola palabra en alemán.
Los que nos dejan palabras resignadas me dan un poco de asco. Porque pudiendo decir algo potente o victorioso, se quedan enchastrados en el egoísmo de su tristeza. Como Bolívar, con su quejoso «He arado en el mar», o como Gorki, que nos dejó con un ridículo «Habrá guerras, prepárense». O el mismísimo Winston Churchil, siempre tan pesimista, y su «Todo me aburre». Los políticos siempre fueron poco dados a la literatura.
José Hernández y Camilo José Cela murieron con sus pueblos en la boca («Buenos Aires… Buenos Aires…», susurró el porteño; «¡Viva Iria Flavia!», arengó el gallego). Da Vinci, sabedor de haber sido el hombre más importante de su época, se fue con un gesto inusual de falsa modestia: «He ofendido a Dios y a la humanidad porque mi trabajo no tuvo la calidad que debía haber tenido». ¡Qué boludón! En cambio Galileo, testarudo y empecinado como siempre, repitió su ya famoso epur si muove pero en la versión maxi remixada: «No importa lo que digan, la tierra gira alrededor del Sol».
Beethoven, raro en él porque era bastante original para todo, se copió las últimas palabras de Rabelais. El músico dijo: «Que los amigos aplaudan, la comedia se ha acabado», frasecita demasiado parecida —para mi gusto— al «¡Que baje el telón, la farsa ha concluido!» de escritor francés. Y las frases de ambos mucho menos efectivas que la Gran Nerón, muchacho irónico e irrepetible hasta las últimas consecuencias: «¡Que artista muere conmigo!», dijo, imagino que sonriendo de un solo lado, como Bogart.
María Antonieta hizo un chiste, como yo: «Disculpe, lo he pisado» le dijo al verdugo que un segundo después la guillotinaría; Manolete, el torero, también fue gracioso: «¡Qué disgusto le voy a dar a mi madre!», fue su queja. Pero la más divertida, a mi juicio, fue la de Balzac, y con él me quedo para cerrar este recuento de cadáveres.
Honorato, sabiendo desde siempre que quizá haya sido el escritor más prolífico de la historia, el que más papeles llenó de tinta, miró el reloj antes de irse para siempre y se quejó:
—¡Ocho horas con fiebre, ¡me habría dado tiempo a escribir un libro!