—¿Cómo que te vas, Negra? —me alarmo, enroscándome el delantal con las dos manos—. ¿Adónde te vas?
—Al Paraguay —me contesta, con la frente alta.
—¿Y vos te pensás que en Sudamérica vas a estar mejor que acá? —le digo—. Además vos no me podés hacer esto… No te podés ir así, sin un mes de preaviso. Es ilegal…
—Yo entera, señora, soy ilegal —me prepotea, despechada.
¿O usté me tiene con papeles acá? ¿O alguna vez me pagó aguinaldo, vacaciones, o me dio los jueves libres para salir? Me voy porque este país nos escupe a los inmigrantes, señora.
—Pero Negra —le digo—, este país es como la vieja Monforte: nos escupe a todos… No hace mayormente distingos. En eso es muy democrática la Argentina.
—No me venga con palabritas, señora —me dice—. Yo la pasé muy bien en esta casa. Menos usté, todo el mundo me trató como si una fuera de la familia.
—¿Cómo que menos yo? —me indigno—. ¡Si yo fui la única de todos los Bertotti que nunca te metió mano, negra patasucia! La única que te trató como un ser humano…
—¿Usté? Usté fue la única que nunca me dio calor de hogar, que nunca me preguntó si me dolía algo… Esa es usté. Una desalmada que me ridiculiza en su cuadernito, para que todo el mundo se ría de mí.
La Negra Cabeza nunca había llorado enfrente mío. Y ahora lo hacía… ¡Qué fea que es la burra cuando llora! Con razón los paraguayos son tan secos… Se ve que cuando lloran se convierten en bolivianos. Por eso se aguantan.
—No me hagás puchero, mujer —le digo—, que se te pone la cara como a Chavela Vargas cuando canta «La Llorona». Traéte un pañuelo, y un vasito de agua para mí. Aprovechá que es el último día que te puedo mandar.
—Mándela a la chinita nueva —me dice, despechada—. Que ahora parece ser la reina de la casa. Todo lo hace bien la chinita esa…
—La verdad que sí, no hay punto de comparación entre una doméstica paraguaya y una oriental —le digo, un poco para meterle cizaña.
—Usté va a ver —me dice la Negra—, va a ver cuando se despierte la mosquita muerta. Los paraguayos somos inofensivos siempre. Pero los chinos un día se van a despertar y nosotros vamos a ser los mucamos de ellos. Acuérdese.
—¡Ahh! —le digo, señalándola con el dedo—. ¡Lo que estás es celosa vos!
—No señora, lo leí en la revista Selecciones. El día que los chinos se pongan de acuerdo y salten todos a la vez, acá en Argentina va a haber un terremoto —me advierte, mientras empieza a meter sus cosas en una valija vieja.
—¿Entonces te vas en serio? —le digo.
—Me tomo el 57 en una hora. No me gustan las despedidas, así que me los saluda a todos cuando se levanten. Sobre todo al Caio, que es un chico muy bueno, y a don Américo, que me trató muy bien.
Me dio un abrazo seco, de compromiso. Y ni siquiera me pidió la plata de la semana. Se fue por la misma puerta por la que había entrado hace casi nueve meses, de la mano del Caio. Y la vi caminar hasta la avenida Diecisiete con los bártulos a cuestas, moviendo el culo como siempre, por la mañana destemplada de Mercedes. No se dio vuelta ni una vez.
Entré a casa con una sensación extraña. La chinita Ling estaba paradita en el vano de la cocina, mirándome servicial, como siempre. Hice fuerzas para que no me notara triste, y quise seguir la vida como si nada:
—Andá, corazón, traéme un vasito de agua —le pedí a la oriental.
Se fue diciendo que sí con la cabeza y volvió a los cinco minutos con un plato de arroz. Me lo dio y me hizo una reverencia.
—¡Alóz! —me dijo, sonriendo.
—Agua te pedí, corazón —le supliqué, haciendo puchero. Y ella asintió, sin dejar de sonreír:
—¡Alóz!
Miré por la ventana a la paraguaya, para gritarle que vuelva, que no se vaya, que no sea pava, que le perdono todos los desplantes, que necesito a alguien que entienda nuestra idiosincrasia, pero a la Negra Cabeza —que Dios la tenga en la gloria— ya se la había tragado la esquina.