Un crack sin ninguna camiseta
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Pobre Messi. Esta semana, después del partido con Alemania en Múnich, la prensa española tituló con mala leche: «Argentina hunde a Messi». Que en idioma más neutro sería decir que un equipo gris no deja lucir al niño mimado, a la luz de sus ojos. 

Es paradigmático lo que ocurre con este futbolista en sus dos países, el de origen y el de residencia: la gente tiene celos en relación a su imagen. En España, tienen celos de que su camiseta sea albiceleste y no roja. Se sienten como esos padres adoptivos que aman demasiado y no desean que el hijo quiera saber quiénes son los biológicos, ni juntarse con ellos a conversar. En Argentina, en cambio, se piensa que el muchacho solo pone garra cuando juega en el club catalán. Pobre Messi. Su culpa es haber tenido trece años justo en la época triste de la transición deportiva, cuando empezaba a despuntar la tendencia de los países ricos, esa tendencia que hoy ya es moneda corriente: la de comprar a niños de países pobres sin dejarlos jugar en casa. El de Leonel Messi es el primer caso importante, pero será el primero de muchos. Antes no era así. Mario Kempes se fue al Valencia en 1976 (con veintidós años), pero antes se cansó de hacer goles en Rosario Central. En nuestro imaginario, Kempes tiene una camiseta canalla. Maradona emigró al Barcelona también con veintidós años; antes jugó en dos equipos argentinos y en un Mundial. Maradona tendrá siempre la camiseta de Boca. Crespo, la de River. Batistuta, la de Ñuls. Messi no tiene ninguna camiseta argentina debajo de la casaca de la selección nacional. Y el inconsciente colectivo no se lo perdona, como si la culpa fuera de él. Nadie parece darles importancia a dos detalles. El primero: Messi hace ya más de diez años que vive en España (en Cataluña) y todavía no se le ha marcado el acento español. Ni por asomo. Habla en argentino y, si se le presta atención, se diría que hasta en rosarino. Muchos de nosotros —que llevamos aquí el mismo tiempo o menos— sabemos el esfuerzo que hay que hacer para mantener la raíz del voseo, del yeísmo, del insulto bronco y de la criollada. Es un dato menor en las estadísticas del fútbol, pero es una pequeña heroicidad de entrecasa que debería pesar en la balanza del patriotismo que se le niega. El segundo detalle es la serenidad con que lleva este tire y afloje; los dos países que lo celan y lo vigilan, esos dos matrimonios (el biológico y el de adopción), parecen no darse cuenta de la edad del chico. Messi nació un año después de que Maradona hiciera el gol a los ingleses. Es una criatura. Y no se queja del histerismo que reina en las dos familias. No parece traumatizado. Todavía no lo hemos visto patalear. Tenía once años cuando River lo rechazó, después de detectarle una enfermedad hormonal. Y tenía trece cuando el Barcelona decidió hacerse cargo de sus problemas de crecimiento. En ese tiempo, Messi perdió para siempre la opción a una camiseta de club argentino que lo identificase para siempre. Es el primero de muchos cracks nacionales que no tendrá una identidad anterior a la selección. Que será señalado por falta de nacionalidad. Somos unos padres desastrosos. 

Hernán Casciari