«Disculpe hermosa dama —me dice con acento uruguayo—, ¿es aquí el negocio que expende alimentos italianos?». Yo me quedo media petrificada, por la voz y por esos ojos negros y profundos.
«Sí, pero está cerrada la pizzería, señor…, pásese mañana.» El buen hombre pone un pie en la puerta y me dice: «Precisamente, yo soy cocinero, el mejor chef de Montevideo, y estoy pasando un mal momento económico… ¿Usted no necesita…?». Y se queda así, mirándome, quieto.
«¿No necesito… el qué?», le digo con el corazón en la boca.
«Un cocinero, un amigo, un gourmet que le dé consejos y la anime…», me dice. Y yo, no sé por qué, a todo le hago que sí con la cabeza, como hipnotizada. «Pásese mañana —le digo— y hablamos de trabajo… ahora estoy en camisón».
El hombre entonces quita el pie de la puerta. «Aquí estaré, querida señora, y lamentaré no volver a verla tan ligera de indumentaria». Yo me quedo sin palabras otra vez, y lo veo irse. Le grito: «¿Cómo se llama, ey, usted?».
El hombre se da la vuelta y me mira otra vez a los ojos.
«Soy Salvático —me dice—; Douglas Salvático. Pero puedes llamarme El Tigre si lo deseas. Hasta mañana.»
Me meto adentro temblando como una adolescente. ¡Qué voz, qué ojos, qué caballero oriental! Enseguida lo llamé al Nacho para decirle que necesitamos un cocinero de verdad, porque el Américo será muy italiano pero de pizzas no entiende un carajo. Además está viejo y se nos puede morir cualquier día. «Douglas Salvático»… ¡Qué nombre tan seductor que tiene el nuevo empleado!