Un hombre y su micrófono
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Hace diez años que vivo en España, a miles de kilómetros de casa. Cuando estás lejos, una forma de no perder tu identidad es subrayar delante de los nativos las virtudes de la propia tierra. Se llama chovinismo, pero también se llama orgullo.

Lo malo es que el tiempo desgasta los estandartes. Al principio uno habla maravillas de la carne de allá, hasta que descubre el sabor del jamón crudo de aquí. Más tarde uno se vanagloria de la televisión propia, hasta que la vuelve a sintonizar y descubre que chorrea mezquindad. Después uno pondera el fútbol de allá, hasta que los de aquí ganan una Eurocopa y nos pintan la cara en un amistoso. Caen los argumentos como gorriones al sol: ni las librerías abiertas toda la noche, ni las largas sobremesas, ni los cuatro climas… Nada se salva del entredicho. El extranjero nos empieza a conocer mejor y sabe que cuando hacemos panegírico usamos el motor de la nostalgia más que el de la certeza. 

Hay algo nuestro, de todas formas, que a los nativos todavía les sorprende de nuestras costumbres. Así como les convidamos mate (ponen cara de asco) y así como les hacemos probar dulce de leche en cuchara sopera (les resulta empalagoso) también alguna vez los invitamos a escuchar a Dolina por la radio. Y entonces se quedan boquiabiertos. Primero preguntan por qué aplaude y ríe tanta gente si es la radio, y entonces les decimos que no es un estudio, sino un teatro o auditorio al que concurren miles de personas cada noche, de lunes a viernes. Y al decir esto, que para nosotros siempre ha sido normal porque hace veinticinco años que ocurre, al decir esto, descubrimos en la perplejidad del nativo nuestro propio asombro. Después les explicamos que el público que concurre es muy joven, que los viernes se forman largas colas para entrar, y que durante la primera hora del programa se suele hablar de mitología griega, de reyes del siglo XV o de dinastías chinas. Se quedan mudos, los nativos, y pegan la oreja al parlante. Y oyen que es cierto. Entonces nosotros sentimos —después de tanto tiempo— ese orgullo perdido. Les decimos, además, que desde hace un cuarto de siglo es el programa líder de su franja horaria. Les decimos que muchos, muchísimos de nosotros, teníamos quince años cuando escuchamos a Dolina por primera vez, y que fue la primera costumbre propia que le inculcamos a nuestros padres, y que ahora lo escuchamos con nuestros hijos, y que a ellos también les gusta. Vamos embalando cada vez más mientras narramos todo esto, porque no estábamos acostumbrados a decir una verdad favorable de nuestra tierra sin mejorar la anécdota ni un poco. Estamos diciendo la verdad, y nos creen porque hay pruebas: inaudito. Nos sorprende también que esta fuese una certeza escondida; nos sorprende que allí, en Argentina, no reconozcamos como se debe la enorme hazaña de ese hombre y su micrófono. Y entonces los nativos se convierten en oyentes, y después de mucho tiempo vuelven a pensar que sí, que jamás podría ocurrir semejante milagro en otro país del mundo. Y uno les ve el gesto y descubre lo que piensan. Piensan que quizá, en el fondo, tengamos remedio. 

Hernán Casciari