Una década flaca (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Para mí, los años noventa llegaron en el ochenta y nueve, justo en el momento que Spinetta cantaba «No seas fanática » en los jardines de ATC, y la transmisión se cortó para emitir el discurso del ministro de Economía, Juan Carlos Pugliese.

En ese momento, cuando se cortó una canción y empezó la otra, en casa dijimos:

—Cagamos, los noventa. ¡Llegaron los noventa!

Me acuerdo patente. En mi casa vimos una especie de luz azul que entró por la claraboya y de repente mi hermana adolescente se quedó embarazada, yo empecé a tomar cocaína como un chancho, mi viejo puso una cancha de paddle y mi mamá, Chichita, se hizo los claritos. Pero todo el mismo día.

En aquel tiempo yo era otro. Era más joven, era más amable, era muchísimo más soltero que ahora y también más inteligente. Pero había una diferencia visible: fue la época en que más flaco estuve en la vida, o mejor, fue el único tiempo en que estuve flaco de verdad.

La delgadez me había dejado algunas ventajas: agilidad, seguridad, ropa elegante. Fue la única década de mi vida en que usé la camisa dentro del pantalón, por ejemplo.

Lo más importante de los noventa me pasó una mañana y fue sin querer. Yo había pasado toda la noche fumando porro con unos amigos y me amaneció el hambre en la cabeza. Un hambre voraz y primitiva. Como ya era de día, me vestí de traje para ir a la redacción y de camino pasé por una panadería de la avenida Santa Fe. Yo estaba de punta en blanco, hermoso, me quedaban muy bien los trajes cuando yo era flaco. ¡Pero muy bien me quedaban! Entonces entré en la panadería, pedí media docena de medialunas y una empleada joven las empezó a poner en una bandejita.

Cuando la chica me dio la espalda yo descubrí unas masas finas, bañadas de chocolate, sobre el mostrador alto de vidrio. Y me comí una con rapidez, porque mis dedos de entonces eran dedos ágiles. Levanté la vista para tragar esa masa que me había robado, y desde la otra punta del local una cajera vieja me miraba a los ojos muy seria. Yo cabeceé en forma de saludo y sonreí. Ella no. Entonces me comí otra masa fina, pero mirándola a los ojos, para que supiera que me estaba robando las masas sabiendo que ella me miraba. Y ella no dijo nada.

Creí entender lo que estaba pasando. Sospeché que a un flaco elegante nadie podía decirle nada, ni lo bueno, ni lo malo. Para confirmar la teoría, me acerqué a la cajera vieja y, sin bajarle la vista, agarré dos sanguchitos de miga triples que había sobre el mostrador. Uno de atún y lechuga, y el otro de algo rosa con pedacitos de huevo duro. Los doblé, los aplasté y me los metí en la boca. Mirándola a los ojos.

Mastiqué durante cuarenta segundos con la mirada en los ojos de la mujer. Me atraganté y la cara se me puso de color borravino. Respiré con la boca abierta para recuperar el aire y seguí masticando hasta tragar. La otra chica también me miraba.

—¿Algo más? —me preguntó la empleada, con las medialunas en un paquetito.

Dije que no con la boca llena. La cajera seguía muy seria y me extendió el ticket. En el recibo no figuraban las cosas que yo me había comido, solamente las medialunas, el primer y único pedido formal. Pagué, esperé el vuelto y dije que muchas gracias.

Antes de salir a la vereda, me paré en seco. Abrí una vitrina del fondo de la panadería y me metí en el bolsillo del traje tres o cuatro cañoncitos de dulce de leche. Por las dudas, me volví para observarlos a todos, a ver si había sido claro. Y sí, todos me estaban viendo robar, a la luz de la mañana, en pleno centro de Palermo. Me observaban sin chistar, maravillados. Salí a la calle y el sol me pegó en los ojos. Respiré todo el aire que pude por la nariz.

Y yo sé que los noventa para mí fueron esa mañana. Los noventa fueron esa mañana, muchísima gente gorda y roñosa, encerrada por un rato en cuerpos de involuntarios flacos elegantes, atracando una panadería de la calle Santa Fe. Eso fueron los noventa: un montón de tipos con la camisa adentro del pantalón y olor a perfume caro que, sin embargo, siguieron manteniendo la costumbre de comer lo que no era de ellos con la boca abierta.

Hernán Casciari