Así como ahora el Barça es la excusa global para que los extranjeros vislumbren el conflicto catalán, en los tiempos analógicos los argentinos teníamos únicamente a Serrat como ancla de conocimiento geopolítico. Pero como somos narcisos, preferíamos que Serrat nos hablara sobre nuestros traumas, y no sobre el suyo.
La primera vez que escuché el idioma catalán fue cuando di vuelta un casete y empezó a sonar una canción que se llama «Pare», que quiere decir Padre. Yo tenía doce años y apreté el botón de stop. Pensé que la cinta patinaba y que la voz de Serrat había empezado a sonar en reversa, como en esos discos de Kiss que, cuando se escuchan marchatrás, nombran a Lucifer.
Es raro lo que nos pasa a los argentinos con lo catalán: convivimos con su cultura (porque en el siglo veinte llegaron un montón) pero no tenemos clara su huella. Cuando decimos patedefuá sabemos que viene del francés, cuando decimos laburo entendemos que atrás hubo italianos, pero cuando decimos capicúa no sabemos que eso significa cabeza-y-cola. Ni que el nombre Maricel fue siempre mar-y-cielo. Ni que el modo argentino de decir piyama, cambiando la jota por el yeísmo, también es un legado de ellos.
Es por esto que lo primero que pensé, cuando llegué a Barcelona, es que los catalanes eran snobs. Que se querían diferenciar, que se sospechaban privilegiados respecto del resto, que lo que tenían no era tirria sobre lo madrileño sino una obsesión oculta. Tenía la intuición de que su amor por la lengua era sobreprotección. Que cuidaban a su idioma como los padres cuidan a un chico débil que no se puede defender; que no lo dejaban vivir en paz, que no le abrían el portón para que jugara con otras lenguas en la plaza. Que encerraban a su idioma en casa y entornaban las ventanas. Que le tomaban la temperatura cada hora y media, creyendo que se iba a morir si no lo abrazaban fuerte. Creí, en esos años, que un día se iban a dar cuenta, tarde y sin remedio, que de tanto cuidar la lengua se la habían mordido.
Le contaba a mi mujer que, cuando somos criaturas, a los chicos argentinos nos meten en un sistema escolar en el que nos enseñan a decir «yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos» durante doce años, y que después salimos a la calle y no decimos ni tú ni vosotros nunca más. Le decía que no se preocupara tanto, que se relajara. «¡Pero qué dices! ¡Lo vuestro es una jerga, no puedes comparar!», me contestaba ella. En esas discusiones descubrí que no hay ofensa mejor para enojar a un nativo que llamar dialecto a su idioma, folclore a su hábito y dulce de leche tonto a su crema catalana. Y a mí me encanta meter cizaña y levantar el dedito, incluso sin comprender el problema. (Un argentino que cierra la boca cuando no entiende es un uruguayo).
Y fue entonces que España entera, con Cataluña incluida, me empezó a dar risa y muchas ganas de hacerle burla. Hacer burla, en Argentina, se dice sacar la lengua. ¿Cómo era posible que una extensión geográfica del tamaño de Buenos Aires se tomara en serio la esquizofrenia de tantos idiomas y culturas? Era como si de repente los nacidos en Mar del Plata quisieran hablar en marplatense, como si los nacidos en Chascomús dejaran de creer en Papá Noel y empezaran a cagar a palos a un tronco en Navidad, como si los de Bahía Blanca pretendieran participar del próximo Mundial de Fútbol con bandera propia. No tenía sentido.
En medio de todas las risas que me provocaba el conflicto catalán, nació mi hija Nina y empecé a hacer lo posible para que no fuera ni catalana ni española, sino argentina. Tenía en contra el contexto (sus dos abuelos, su madre, el sistema educativo, la programación de TV3) pero me creí fuerte. Puse todos los relojes de mi casa con un retraso de cinco horas, conecté parabólicas para que viera Canal 13 y Telefé por la mañana, le inoculé Charly García y dulce de leche por la tarde, le enseñé que los lunes se podía faltar a la escuela si el domingo jugaba Racing de madrugada. Y ella entendió todo.
Mi hija sabe decir «yo, vos, él, nosotros, ustedes, eyos», sabe decir yuvia, sabe conversar en abstracto y la enloquecen los alfajores triples y la pascualina. Pero cuando llegan los once de septiembre se manifiesta en la calle y sabe por qué se manifiesta, y en verano conversa en voz baja con su madre sobre lo que le pasaba a su abuela en los tiempos de Franco. Y sobre todo esto: cuando habla dormida usa su lengua materna.
De repente pasó algo: me deje de reír. Ya no me burlé. Me empezó a provocar orgullo que mi hija tenga una patria que defender. Porque yo también tengo una, sin importar donde viva. Lo repito ahora y me parece un siglo: en diciembre cumplo quince años en un país que no es el mío. Y no hay un momento del día en que no piense, al menos una vez, qué hora es ahí.
Cuando me fui de casa pensé que esta otra casa se llamaba España, pero ahora sé que tiene otro nombre. No lo supe cuando me lo explicaron. No lo supe cuando me quisieron mostrar mapas. Lo supe cuando empecé a sentir amor por la palabra que la nombra.
Ahora me descubro fantaseando con que mi hija, que nació en la Clínica del Pilar —donde nace media Barcelona—, tenga un día el nombre completo de esa patria en el documento de identidad, como yo tengo el nombre completo de la mía. Y aunque nací por casualidad a trescientos cuarenta kilómetros de Uruguay (y me encantaría ser uruguayo, porque son como nosotros pero sin los errores) soy irremediablemente argentino: mis defectos son los míos y quiero vivir con ellos. Fue mi error creer que la canción «Pare», de Serrat, era un casete trabado en el walkman, una cinta del reverso. Y me encanta ese error. Nunca hubiera sospechado, esa tarde de mis doce años, que un día iba a tener una hija de la misma edad y que ella, al nombrarme frente a sus amigas, me llamaría el meu pare.
—El meu pare…
Cuando Nina me dice así (todavía no lo sabe, pero ya lo sabrá) yo me convierto en una canción de cuna que ella me canta al revés, y que me deja dormir tranquilo.