La exaltación de la amistad ocurría cuando estábamos completamente borrachos, por lo general zigzagueando por la calle 31. Ahí sí sucumbíamos a la tentación de verbalizar dos cosas de los que estábamos convencidos: que no conocíamos a dos tipos más amigos que nosotros (ése era la cosa uno), y que cada uno de los dos era quien era gracias al otro.
Yo estaba seguro —y estoy seguro todavía— de que si no me lo hubiera cruzado al Chiri a los ocho años no sería escritor. No sé qué sería, pero no escritor. Seguramente bajista de rock pesado, o alguna otra cosa donde también esté permitido ser gordo. Pero no escritor.
Cuando Mercedes era un pueblo en donde nos conocíamos todos, yo no me llamaba Hernán. Me llamaba Chiri y el Gordo. Y él se llamaba Chiri y el Gordo también. Eso fue desde 1980 y durante un montón de años. Éramos una especie de siameses locos, muy respetados por la gente más espantosa del pueblo. Le caíamos bien, generalmente, a los desequilibrados.
Como ocurre en estas clases de amistades absolutas, abríamos la heladera de la casa del otro sin pedir permiso, y eso era porque la casa del otro, o más bien la familia del otro, era también nuestra. El día que nos fuimos de Mercedes a vivir a Buenos Aires, por ejemplo, mi vieja le dio más plata a Chiri que a mí. Y un tiempo antes, una tarde en que nos mandamos una cagada en la escuela, la madre del Chiri me pegó un sopapo a mí solo.
Cuando llegábamos muy borrachos a la mañana, los domingos, el Chiri se comía el desayuno de mi viejo y después se quedaba dormido en la mesa de la cocina. Si llegábamos borrachos a su casa, yo le robaba los 43/70 al padre de Chiri, y me los fumaba en el garage. Éramos, se mirara por donde se mirara, los peores hijos del mundo; no por esto que cuento, sinó por ochenta cosas que me callo (no quiero hacer de este texto una enumeración de anécdotas, solamente quiero que entiendan). Éramos los peores hijos pero, por alguna razón, mis viejos al Chiri lo quieren como si me hubiera llevado por el buen camino, y yo a la vez siempre me sentí querido por los padres del Chiri, incluso en las épocas en que los padres de todo el mundo le decían a sus hijos que no se juntaran conmigo.
Quiero ser objetivo, no sé por qué. No quiero caer en ningún tipo de sensiblería en este texto, y tampoco quiero hacer alarde de una juventud desopilante. Y no quiero porque me he pasado la vida oyendo a la gilada contar sucesos de sus juventudes desopilantes, y me he pasado la vida escuchando qué sensible se pone todo el mundo cuando habla de la amistad. Quiero ser objetivo, más que nada, porque el Chiri estará leyendo esto y no quiero que el pelotudo se piense que escribo con emoción.
A lo que quiero llegar, si hay que llegar a alguna parte, es que nunca se nos hubiera ocurrido, ni en medio del pedo más surrealista del año ochentisiete, que alguna vez los dos tuviéramos una hija, una cada uno, y que el otro no la conociera. Pero la vida es muy rara (eso sí lo supimos siempre). La vida es rara y la baraja pintó así: yo todavía no conozco a Julia Basilis, y el Chiri es el día de hoy que no conoce a Nina Casciari. No pasa nada. Ya va a llegar, pero pensarlo objetivamente nos sorprende mucho. A los dos. Y en esto hablo por boca de él también.
No tengo idea, ahora mismo, si él también desde hace un par de años empezó a darle una importancia distinta a los veinte de julios. Por lo menos yo, sin solemnidad, sin levantar bandera, cuando llegan días como el de hoy me pongo muy maricón, terriblemente maricón. Después se me pasa, pero mientras me dura me acuerdo de una cosa que pasó hace más de venticinco años.
Era un sábado de 1979, alrededor de las once de la mañana. Obligado por Chichita, me tuve que meter en un lugar a hacer el cursillo de la primera comunión. Éramos un montón de chicos de ocho años. Nos dieron un libro a cada uno; la catequista nos dijo que lo abriéramos en la primera página. Eran tareas interactivas o algo así. Una de esas tareas decía: «Elige a un compañero que no conozcas dentro de la clase y pídele ser tu amigo. Si acepta, escribe tu nombre en su libro y viceversa».
No sé si fue que estábamos sentados cerca o si nos levantamos y nos buscamos. No me acuerdo. Lo único que sé es que no nos conocíamos y que nos intercambiamos los libros y pusimos nuestros nombres en la línea de puntos. Me acuerdo de su letra alargada, y de la «s» que parecía un cinco, y de la hache intermedia. Christian, puso el Chiri en mi libro. Y yo después firmé el suyo: Hernán. Mucho tiempo después, ya de mayores, supimos que dios es grande por esa clase de boludeces.