Cuando dos meses después pisó tierra firme, el veinte de junio del cuarenta y tres, tenía diez años y lo primero que lo sorprendió de Buenos Aires fue el silencio. Era la primera vez en media vida que no escuchaba el estruendo de las bombas de la guerra. Llegaba el niño solo, desde Milán, hambriento y con el pelo hasta los hombros. Y se encontró muy pronto con el primer problema: para trabajar había que cortarse el pelo, para ir a la peluquería había que tener con qué, y para tener con qué había que trabajar. Argentina era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no aterrizaban tan alegremente como ahora.
En el puerto escuchó un rumor: había una peluquería en la Boca que cortaba a los inmigrantes gratis, con una sola condición que debía cumplir el cliente de palabra, sin firmar papeles. Y para allá se fue el pequeño Américo. El barbero, un criollo enorme, le dijo que efectivamente le hacía el favor de raparlo si él prometía que desde ese día, y para siempre, sería incondicional de un club de fútbol que se llamaba Boca Juniors, y que para más datos era el equipo de los amores de más de la mitad de los argentinos.
El jovencísimo Américo, sorprendido por tan buen negocio, juró solemnemente sobre las páginas de la revista El Gráfico que siempre sería xeneize. Lo juró como solo puede jurar un chico hambriento: de verdad, para toda la vida. Y Américo salió de la peluquería a la media hora, sin un pelo en la cabeza y con dos colores nuevos en el corazón.
Pasaron los años. Mi suegro prosperó muchísimo desde que llegó de Milán con una mano atrás y la otra adelante, y siempre pensó que su suerte en la vida se debió a dos juramentos que nunca había roto: el de su madre, de no traicionar jamás su origen milanés; y el de aquel viejo barbero, de ser de Boca Juniors hasta los huesos.
Pero Dios a veces es irónico y juega con sus criaturas, y a don Américo lo esperaba, paciente, una broma divina que iba a ocurrir muchísimos años más tarde: exactamente ayer, domingo catorce de diciembre de 2003, a las siete y cuarto de la mañana. La broma la transmitió Fox Sports en directo desde Japón, y para el resto de los mortales nomás fue un partido de fútbol entre Boca y el Milan, que se jugaban a todo o nada la final del mundo.
Para mi suegro no.
Para él, pobre viejo, lo de ayer no fue deporte, sino el final de su suerte en la vida. Hinchara para quien hinchara, le estaría dando la espalda a un pueblo amado, y rompiendo un juramento de honor imperdonable.
Estuvo sentado frente a la tele desde dos horas antes de que conectaran con Japón, llorando de antemano porque todavía no había decidido a quién traicionar. Seguía llorando cuando empezó el partido. Nosotros, con el mate en la mano y en piyama, lo mirábamos más a él que a la pelota. Nos gusta el morbo, y siempre es más interesante ver sufriendo a un hombre que transpirando a veintidós.
El primer gol fue del Milan.
Américo se levantó del sofá y gritó: «¡Vamo caraco, forza Milano merda puta!», y se sentó y siguió llorando a moco tendido. Quince minutos después fue el gol de Boca. Américo se levantó y gritó: «¡Vamo caraco, aguante Boquitta merda puta!», y se hundió en el sofá y otra vez lloró amargamente.
Acabó el partido en empate, como si Dios quisiera profundizar la herida de muerte con tiros desde el punto del penal. Don Américo tenía los ojos vidriosos, secos ya de lágrimas. Miraba el aparato como si le hubieran dado la oportunidad de ver por la tele su propio entierro. Gritó triunfal los penales convertidos y gritó triunfal los fallados; gritó los goles de Boca y el gol del Milan, gritó a favor y en contra de sus dos corazones hasta que llegó el último disparo, que le dio el triunfo final al equipo del peluquero de la Boca, aquel argentino de ley que le cortó el pelo gratis a un «sin papeles» sesenta años antes.
Y entonces mi suegro dejó de festejar y dejó de llorar. Se quedó quieto. Nos miró a todos.
«Domani me vuelvo a Milano —nos dijo—; non hay que morirse sensa tornare a casa… ¡Aguante Boquitta!» Y se fue a su habitación a hacer la valija más feliz de su vida.