Empecé a seguir los cimbronazos, con miedo, hasta la pieza de don Américo. Entré sin golpear, asustada de que le hubiera pasado algo. Y me lo encontré al Nonno atrás de una batería tama rockstar de cinco cuerpos.
—¿Qué carajo hace con eso, Nonno? —le grité al verlo.
Mi suegro paró de tocar ni bien me vio en el vano de la puerta, hizo un firulete con los palillos y me explicó:
—Me la he compratto cuesta matina, é seconda mano pero va bene. ¿Te piache Mirtitta?
Me fui hasta el patio, casi llorando, a buscarlo al Zacarías que les estaba poniendo acaroína a las plantas.
—¡Tu papá se compró una batería! —le digo señalando para adentro.
—¿Una batería? ¡Si no tiene auto!
—¡Una batería de hacer ruido! —le explico, llevándolo hasta el epicentro del terremoto—. ¿Vos no escuchás el escombro que está haciendo?
—¿Ese escándalo viene de casa? —me dice, mientras entramos—. Yo pensé que eran los chicos del barrio practicando para el Corso.
—¡Qué corso! ¡Esta casa es un corso! —le digo—. Decile algo a tu padre porque te juro que no puedo más. En vez de estar en la tercera edad como todo el mundo, está en la edad del pavo…
—¿E cuesto é malo, Mirtitta? —me increpa don Américo sacando la cabeza por la ventana—. Tendería que ponerte feliche qu’il cuore me fa pumpún piú forte…
—¿Ves? ¡Hasta del oído anda mejor que nosotros!
—Papá, la Mirta no quiso decirle «pavo» —contemporiza el Zacarías, acercándose a su padre—. Pero una cosa es que usted se sienta bien, y otra es que lo tengamos que ir a buscar a la cárcel dos por tres, que se quiera culiar señoras jóvenes, que le habilite el achís al Caio…
—¡Ío non li habilitto l’achís a nessuno! —corrige el Nonno—. ¡Ío se lo vendo al Caio! Cossí el bambino aprende que niente é grati en cuesta vita…
—Papá —lo interrumpe el Zacarías, agarrándolo despacito de los hombros—… Papá, escúcheme un segundo… Usted está en una etapa en que debería mearse encima, cagarse encima…
—… nosotros encantados de la vida si usted se nos meara, don Américo —le digo, para alentarlo.
—Usted, papá, debería empezar a confundirse los nombres de los nietos —continúa el Zacarías—, decir a cada rato que se quiere morir, mirar Crónica TV… ¿me entiende? Don Américo lo mira, pero no dice nada.
—A nosotros, Nonno —le digo yo, más calmada—…, a nosotros nos encantaría ayudarlo en su vejez, pero usted tiene que poner algo de su parte.
—¿Ponere el qué? —dice.
—¡Ponerse viejo, carajo! —le dice el Zacarías—. Que ya va siendo hora.
Don Américo nos mira serio. Pero no entiende la propuesta. ¿Cómo va a entender nuestros consejos con esa vincha roja en la cabeza, con esa musculosa negra, nuevita, que dice «AC/ DC», con esa muñequera con puntas de metal…? Nos mira y nos oye, sí; pero ni nos ve, ni nos escucha.
—Vieco sonno lo trappo rejilla —dice—. A la mía época non había rocanrole, e alora hay. E a mí me piache la batería. Desde cuesto momento, ío tengo una orchesta típica de heavy métale. ¡E tutto ustede chíto!
El Zacarías, vencido, vuelve con sus plantas meneando la cabeza… Yo me quedo parada en el pasillo, haciéndole frente al monstruo un poco más. Lo miro a los ojos, enojada, seria. Él tampoco me quita la vista. Me dice, levantando una ceja:
—E vó, Mirta… ¿Vó te pensá que a Charlie Watts la nuera le diche que no toque lo tambore? ¡Una merda! —y se mete adentro de la pieza haciéndome ese gesto de las películas, con el dedo levantado. ¡Mirá si será chancho…!
Hay veces que lo admiro al Nonno (y ustedes lo saben), hay veces que quisiera llegar a vieja con su sentido de la vida, con sus fuerzas y su actitud. Pero hay otras veces, como ayer, que lo hubiera metido dopado en un geriátrico… ¡Qué enfermedad más triste que es la juventud, a cierta edad!