Tengo una esposa, Ana, y una beba. Habíamos llegado a la casa de mi suegra. Ya habíamos estacionado cuando otro auto nos interceptó. Eran tres. Dos se quedaron afuera y nos apuntaron desde el parabrisas. Mi mujer gritó. El tercero se puso en mi ventanilla. Me dijo que apagara el auto y nos bajáramos despacio. También me pidió que mi mujer se calmara. Mil veces pensé que nos podía pasar algo así, pero hasta ese día nunca nos había pasado. Apagué el auto.
—Se bajan despacio, sin hacer boludeces —dijo el que me apuntaba.
Cuando estaba a punto de bajarme, como me pedían, mi mujer, Ana, hizo un movimiento brusco y se fue al asiento de atrás, donde dormía nuestra hija de un año. Ellos no habían visto que había una criatura en el asiento de atrás, atada a la sillita.
Uno de los de afuera hizo un gesto de fastidio. Y le dijo a sus compañeros:
—Ojo que hay un bebé, no hagan macanas.
Era el jefe, lo supe enseguida. Porque los otros dos respetaron el consejo. Además era el mayor, tenía voz de mecánico, o de ferretero. Y por suerte era un jefe que tenía escrúpulos, o que respetaba a las criaturas.
Teníamos, entonces, al jefe afuera, apuntando el parabrisas. A uno más joven apuntándome a mí directo a la cabeza. Y el tercero que parecía el más confundido, porque no parecía tener un objetivo claro. Pensé que podía ser su primera vez, o que estaba drogado.
—Dejen que mi mujer saque al bebé y nos bajamos los tres —dije, como si tratara de una negociación.
Pero casi al mismo tiempo, Ana tuvo un ataque de nervios:
—¡No puedo sacarle el cinturón! ¡No sale el cinturón de la sillita! ¡Amor, ayudame!
Milton soy yo. Cuando intenté darme vuelta para ayudar, o para ver lo que estaba pasando, el que me apuntaba acercó más el arma a mi cabeza.
—No te muevas —dijo.
El jefe le indicó al tercero, al confundido, que ayudara a mi mujer a sacar al bebé, y ya se los notaba a los tres un poco ansiosos.
El tercero se metió al auto por la puerta de atrás y escuché al mismo tiempo el grito de Ana, como si la estuvieran quemando:
—¡No lo toques! ¡Ni se te ocurra tocarlo, hijo de puta!
—Ana, tranquila, solamente te quiere ayudar —dije. No se lo decía a ella, sino a ellos, para que supieran que estábamos colaborando.
Entonces Ana hizo lo único que no hay que hacer, lo único que no tiene el menor sentido jamás, y menos a esa hora y en ese barrio. Empezó a gritar la palabra «policía». Muchas veces, cada vez más fuerte.
La reacción de los tres fue diferente. El confundido empezó a tironear la sillita para arrancarla del cinturón, pero solamente logró que la beba empezara a llorar. El que me apuntaba a mí empezó a pedirme que mi mujer se calmara. (Me parecía increíble cómo ninguno se dirigía a Ana, me decían a mí lo que Ana debía hacer, como si yo tuviera un control remoto sobre ella).
Y el jefe, al escuchar los gritos de mi mujer, dejó de apuntar al parabrisas y empezó a ver si ocurría algo en el barrio, si salía un vecino a mirar. Aunque en general eso no pasa nunca.
—Se trabó el cinto —dijo el confundido al jefe—, el nenito no sale.
El que me apuntaba a mí dijo:
—Si tu mujer no se calla, te quemo.
Cerré los ojos, porque Ana no iba a dejar de gritar. Y con los ojos cerrados escuché que el jefe decía: «Tirale».
Las dos cosas pasaron al mismo tiempo. Ana hizo silencio de golpe, y a la vez escuché en mi oído derecho el gatillo trabado. La bala no salió.
El confundido tironeó de mi mujer y la sacó del auto. Ella volvió a gritar, esta vez el nombre de nuestra hija. El jefe se hartó y decidió hacer el trabajo sucio. Entró al auto por la puerta del copiloto y me dijo:
—Bajá o te mato. Al bebé lo dejamos en una estación de servicios, no le va a pasar nada.
Me agarré fuerte al volante y cerré los ojos. Dije, como si fuera un rezo:
—No me bajo del auto con la nena acá.
Abrí los ojos y lo que vi fue raro. El jefe me miraba a la cara y había bajado el arma. Me miraba con sorpresa. Y me dijo:
—Vos salvaste a un chico mío, cuando se estaba ahogando en el río —eso me dijo—. Vos sos Milton.
Lo miré y le dije:
—Sí. ¡Qué hacés! —y se me llenaron los ojos de lágrimas. —¿Cómo está tu hijo?
El jefe les hizo una seña a los otros dos. Los tres se subieron al auto de ellos y se fueron. El jefe levantó una mano e hizo un gesto, algún código de camaradería que no llegué a entender, porque yo soy actor.
Y no me llamo Milton. Y nunca me tiré al río, porque no sé nadar. Yo lo único que sé es actuar, convertirme en otros cuando hay que hacerlo, y eso a veces me salva la vida.