Conocí a mi hemisferio derecho por casualidad, una tarde desesperada del año noventa y nueve. Mi vida entonces era un caos. Llevaba más de seis meses sin redactar un párrafo decente y estaba hecho un trapo; ya no sabía qué hacer con mi tristeza.
El licenciado Mastretta lo dio de alta al Caio. ¡Ay, qué alegrón más grande! No era que estuviese loco, sino que estaba alzado. Así que lo invitamos a cenar a casa para agradecerle que le haya devuelto la cordura al nene, después de tantos esfuerzos, y sin querer terminamos haciendo terapia grupal.