Ya no quedan viejas originales de fábrica. Quiero decir encorvadas, vestidas sin estridencia y abocadas a la labor del punto cruz. Ya no queda ni un especimen entrecano y silencioso, al que nombrábamos abuela —aunque no lo fuese— cuando nos pedía ayuda peatonal. Venga que la cruzo, abuela. Ya no queda ni una en las grandes ciudades y en breve no las habrá tampoco en el mundo, por culpa de la mujer actual, que, con tal de no envejecer, prefiere inyectarse botulismo.