Empecé a escuchar las voces a los doce años, casi al mismo tiempo en que comenzaba a masturbarme. Eran voces dentro de mi cabeza, voces rústicas y amables que no me decían «haz esto» ni tampoco «haz lo otro». Conversaban entre ellas sin dirigirme la palabra. Yo a veces les decía: «Ey, estáis en mi cerebro, al menos prestadme un poco de atención», pero como si pasara un tren; ellas seguían hablando de sus cosas y me ignoraban. Entonces descubrí que, además de problemas mentales, yo también tenía problemas para ejercer la autoridad.
Me siento muy honrado de escribir aquí, en El País, este periódico por el que siento tanto respeto, dado que mi padre lo enrollaba los domingos y me zurraba con él hasta hacerme desmayar. No era importante si yo había hecho algo malo. Me zurraba porque mi padre era coleccionista de sonidos agradables.