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Pausa
Yo tenía veintiséis años, era un flamante excocainómano y no tenía dónde caerme muerto. Así que le pedí a mi abuelo que me aceptara como huésped en su casa de San Isidro. Por supuesto, me dijo que no. Don Marcos sabía de mi vida por rumores, que es la peor manera de saber. Conocía la síntesis de mi juventud en cinco frases: ahora está gordo, ahora escribe, ahora se droga, ahora está flaco, ahora nadie sabe.
Dos veces, y no una, mi abuelo materno me ayudó a ser un escritor. Y las dos veces su intención fue convertirme en un títere. Ahora que el hombre ha muerto soy capaz de escribir sobre el asunto con menos tacto, y puedo recordar —creo que sin rencor— el año surrealista que viví en su casa de San Isidro, esas noches en las que él me encerraba en la cocina con candado para que no saliera al patio a fumar; o las otras noches, todavía peores, en que revisaba mis cuentos y me tachaba con lápiz rojo las ideas inmorales.