Los esfuerzos del Nacho por reconciliarse con el Negro y la Aurora Peroti dieron sus frutos ayer a la tarde, después del desastre de la otra noche. Marilú lo llamó por teléfono diciéndole que sus padres querían darle una oportunidad y que lo esperaban en La Recova, los tres. La nena le recomendó ir bien vestido, porque era fundamental que diera una buena impresión. «Bien vestido y puntual», le dijo.
El 24 a la tardecita nos fuimos al Parque Municipal para que el Zacarías ensayara de Papá Noel y diera un par de vueltas en la moto con el disfraz puesto. El esquenún se empeñó en usar lentes oscuros para que nadie lo reconociera. Yo le dije: «Pero a la noche no vas a ver nada con eso en la cara». Pero él erre que erre. Dio un par de vueltas y volvimos a casa. Todo normal: nada que indicara la tragedia nocturna.
A veces la crisis tiene sus ventajas. Al Nacho se le ocurrió aprovechar que la gente del barrio no tiene un mango para hacer regalos a los hijos, y el sábado puso un cartel en la puerta de la pizzería.
Hacía mucho tiempo que la familia no vivía un día entero sin broncas, peleas o zapatillazos. Cuando el Zacarías está contento nos contagia y nos alegra a todos. No es muy común verlo feliz: será por eso.
La cena con los Peroti se desarrollaba normalmente. Aburrida. Insípida. Como siempre, el Negro y mi marido nos contaban por enésima vez sus anécdotas de la colimba, cuando eran compañeros en el Regimiento 6 de Infantería.
El Zacarías y el Nacho salieron para Luján esta noche, ni bien los encontraron. ¡Y nosotros llamando a las fuerzas públicas de Mercedes! Lo único bueno de estos descerebrados es que se mandaron la cagada a treinta kilómetros, así que con suerte en el barrio nadie se entera de que están presos, porque me puedo llegar a morir de la vergüenza.
Anoche pasó una cosa rarísima. En realidad dos. La primera cosa rarísima es que me los encontré al Caio y a la Sofi tomando mate en la cocina y hablando. Ni se escupían, ni se rasguñaban, ni el Caio quería tocarle las tetas a la hermana, ni la Sofi lloraba, ni nada de lo de siempre.
Después de largas negociaciones familiares decidimos que el veredicto final lo dé la ciencia, y lo llamamos urgente al licenciado Mastretta. Él nos diría si lo del Borjamari era locura o si solamente se hace el loco para llamar la atención. Mastretta aceptó venir si le pagábamos el precio de una consulta, y llegó a casa al mediodía.
Son casi las seis de la mañana. Amanece. Toda la familia en el patio alrededor del Borjamari. Esta cena que empezó a las diez de la noche (maldita la hora que se me ocurrió invitar a nadie) va a ser la cena más larga de la historia.
Para esta época empezamos a decidir a dónde vamos a decirles a los vecinos que nos vamos de vacaciones. Lo que hacemos en realidad es encerrarnos quince días en casa sin asomar la nariz a la puerta, pero igual hay que poner un lugar.