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Pausa
Había una loca en mi infancia, la loca Raquel. No era peligrosa, pero mi vieja, Chichita, no me dejaba mirarla porque la mujer se desvestía por completo en la calle, algunas mañanas. Raquel era inofensiva. Mi mamá me resguardaba por temor a que yo pudiera verla desnuda siendo tan chiquito. Me resguardó bastante mal, porque fue la primera concha peluda que vi en toda mi vida.
Anoche me encontré por Cabildo con un compañero de la primaria que no había visto nunca más desde hacía ochenta millones de años. Fue horrible verlo. Las caras adultas de las personas que dejamos de ver en la infancia no crecen con normalidad. Se agigantan de una manera perversa, se deforman.
La arquitecta Candela Prieto estaba a punto de apagar la compu de su oficina cuando recibió un mensaje en Facebook:
—Hola, me llamo Candela Prieto y tengo diez años. Te escribo desde el pasado. Me alegra saber que en el futuro voy a ser flaca y linda. ¿Me agregás como amiga?
No sé si esto que voy a contar es un sueño o si me lo imaginé. Pero yo estaba en mi casa de la infancia. Estaba todo oscuro. Mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de mi casa de la infancia. Siempre sabemos cuál es el olor de la casa donde crecimos. No sabemos de qué está hecho ese olor, pero lo podríamos reconocer entre mil olores distintos. Y yo estaba en mi casa de Mercedes.
Cuando tenía diez años, once años como mucho, yo leía a escondidas la revista Humor. No me escondía porque estuviéramos en dictadura y los textos de la revista Humor fueran subversivos. Me escondía porque yo era muy chico todavía y en esas páginas a veces había dibujos de mujeres desnudas, y bastantes malas palabras.
Durante toda la infancia arruiné las fotos. Todas las fotos. Las primeras veces que lo hice me festejaron la gracia, se creían que era un gordito extravagante. «Dejálo, dejálo, que está llamando la atención». Para mí no era una gracia. Yo no lo hacía queriendo. En el momento exacto del clic, no importaba si era una foto grupal, pautada, espontánea, justo en el momento del clic, mi cuerpo hacía un estertor que no podía ver el ojo humano, pero el ojo mecánico de la máquina de fotos sí lo atrapaba, e instantáneamente me quedaba esa cara. Así todo el tiempo, en todas las fotos.
En la infancia todos nos damos cuenta si nuestra madre es extrovertida. Cuando yo invitaba amiguitos a mi casa, Chichita, mi vieja, no se limitaba a traer los vasos de Nesquik y desaparecer.
Estamos en 1980, tengo nueve años y soy adicto a las figuritas del Reino Animal. Cada billete que llega a mis manos, cada moneda, voy y compro paquetes de cinco figuritas. Los abro con nervios porque me falta solamente una, la sesenta y cuatro: la tarántula.
El otro día sacaba la cuenta: quince mundiales llegó a ver mi viejo en toda su vida. Desde el Maracanazo brasileño en 1950, que él tendría seis años, hasta la final en Berlín 2006. ¡Quince mundiales!