Hasta hace quince años no había otra manera de mentir más que en directo. El correo tardaba demasiado y, aunque uno bien podía ser un cretino epistolar, ¿qué sentido tenía mentir por carta si, cuando el engaño llegaba a destino con sus patas cortas, la verdad había arribado antes por teléfono? Pero en este siglo, para alegría de todos, llegó el mayor transmisor veloz de la mentira: el mail.