Un día cualquiera al año, digamos los diecinueve de marzo, deberíamos hacer cambio de roles. Los enfermos a vestirnos de enfermeras, los doctores de visitas, las enfermeras de locos, y los visitantes de psiquiatras. A mí me aburre hacer siempre el mismo papel en la vida, y creo que a ellos también. A mí me gustaría mucho ser enfermera por un día. Vendría aquí muy temprano por la mañana, me pasaría la primera hora cotilleando con la enfermera Gelatinas, fumaría como un carretero, hablaría de calcetines, de consoladores, de culebrones, de maridos muertos en vida y de la cura definitiva contra las várices.
Aquí dentro los fines de semana tienen la misma importancia que las vacaciones para un vago: son alegrías ajenas, descansos en una escalera que nunca hemos de subir ni hemos de bajar. ¿Qué importancia puede tener para nosotros el frenesí del viernes por la noche, la dejadez del sábado por la tarde, o la nostalgia de los domingos, si cada uno de los siete días de la semana son idénticos, malhumorados y perversos como los enanos de Blancanieves?
Los días aquí dentro son muy parecidos. No idénticos como las trillizas de oro, sino similares, como Penélope y Mónica Cruz. Algunos son más largos que otros, o más lentos, o más claros; pero al finalizar la semana no los puedes distinguir del todo. ¿El día que he estado constipado ha sido el martes o el jueves? ¿La tarde del lunes fue cuando lloré, o la del viernes? Los días, cuando estás encerrado, comparten el mismo ADN. La cadena genética de los días está compuesta por un treinta por ciento de aburrimiento y un setenta por ciento de agua (o coca cola, es lo mismo).