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Pausa
Cuando tenía diez años, once años como mucho, yo leía a escondidas la revista Humor. No me escondía porque estuviéramos en dictadura y los textos de la revista Humor fueran subversivos. Me escondía porque yo era muy chico todavía y en esas páginas a veces había dibujos de mujeres desnudas, y bastantes malas palabras.
Durante toda la infancia arruiné las fotos. Todas las fotos. Las primeras veces que lo hice me festejaron la gracia, se creían que era un gordito extravagante. «Dejálo, dejálo, que está llamando la atención». Para mí no era una gracia. Yo no lo hacía queriendo. En el momento exacto del clic, no importaba si era una foto grupal, pautada, espontánea, justo en el momento del clic, mi cuerpo hacía un estertor que no podía ver el ojo humano, pero el ojo mecánico de la máquina de fotos sí lo atrapaba, e instantáneamente me quedaba esa cara. Así todo el tiempo, en todas las fotos.
Una madrugada, el ascensor de mi departamento de Almagro se quedó entre el tercero y el cuarto, y tuve que salir por el hueco. Del lado de afuera, el portero me decía que lo hiciera sin problemas, que no había riesgos. Y entonces descubrí mi fobia a partirme en dos y me paralicé de terror.
Para mí, los años noventa llegaron en el ochenta y nueve, justo en el momento que Spinetta cantaba «No seas fanática » en los jardines de ATC, y la transmisión se cortó para emitir el discurso del ministro de Economía, Juan Carlos Pugliese.
A los doce o trece años yo estaba tan obsesionado con escribir, con ser escritor, que mi viejo habló con un amigo que dirigía un diario en Mercedes y le pidió por favor que me diera trabajo para que yo no rompiera los huevos.
Estamos en 1980, tengo nueve años y soy adicto a las figuritas del Reino Animal. Cada billete que llega a mis manos, cada moneda, voy y compro paquetes de cinco figuritas. Los abro con nervios porque me falta solamente una, la sesenta y cuatro: la tarántula.
A las nueve de la mañana, en punto, me suena el timbre, atiendo en patas y es un tipo alto, con la voz muy seria, que me mira y me dice: —Disculpe que lo moleste, señor Casciari, pero nos consta que usted todavía es ateo.
Una vez, en un recreo —segundo grado sería—, alguien se dio cuenta de que yo tenía tetas y otro chico, de mi misma edad, me dijo: