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Pausa
Cuando mi hija estaba a punto de cumplir tres años, es decir, cuando iba a empezar la escuela, decidimos irnos de la gran ciudad, que es preciosa pero inmensa, para buscar un pueblo chiquito, una casa con pasto, un lugar con animales cerca.
Una vez publiqué una novela que no recuerdo haber escrito nunca. Después de publicarla hablé por teléfono con mi hermana y me dijo que había llorado leyéndola y que se había reído sin parar, y que era un libro hermoso.
El otro día mi hija me preguntó cómo había que hacer para escribir una poesía, y entonces le improvisé un reglamento de diez pasos fundamentales. Le dije: «Nina, escuchá muy bien este decálogo para ser un poeta».
Esto le pasó a un amigo de mi pueblo y siempre me pareció una gran historia. Fue hace algunos años.
Tengo una hija chiquitita que va a cumplir tres años, Pipa, y es tremendo lo que me cuesta educarla. En realidad, nunca aprendí a educar a un hijo, porque tengo otra más grande y por lo visto no aprendí nada de la otra educación.
Tengo una hija catalana de quince años que me preguntó ayer, por WhatsApp, por qué todos sus contactos argentinos repetían muchas veces el apellido Fernández en las redes sociales.
Viví quince años en Barcelona. Y tardé un montón en entender a los catalanes. Cuando llegué, en el 2000, su lucha por la independencia me daba risa. No entendía nada de lo que decían.