Play
Pausa
Una vez publiqué una novela que no recuerdo haber escrito nunca. Después de publicarla hablé por teléfono con mi hermana y me dijo que había llorado leyéndola y que se había reído sin parar, y que era un libro hermoso.
Me acuerdo perfecto de la primera vez que pasó. Habíamos ido con Roberto, con mi viejo, a ver un River-Racing decisivo que perdimos dos a uno. Yo tenía trece años. Cuando volvimos a Mercedes pensé que, posiblemente, el resultado habría sido otro si esa tarde no hubiéramos ido a la cancha. Supe que, al ir a Núñez, en auto, habíamos modificado sutilmente el destino. Al ocupar un parking de la cancha de River, provocamos que otro auto tuviera que buscar sitio.
Mientras cuento esto, mi equipo favorito es el actual campeón del fútbol argentino. En este siglo ya salimos campeones tres veces. Y yo de chico quería, por lo menos, verlo a Racing campeón una vez en la vida. No pedía más que eso. Parece una meta pelotuda, pero cuidado: durante mucho tiempo la sequía me hizo pensar que nunca iba a ser de los privilegiados.
Esto le pasó a un amigo de mi pueblo y siempre me pareció una gran historia. Fue hace algunos años.
Tengo una hija chiquitita que va a cumplir tres años, Pipa, y es tremendo lo que me cuesta educarla. En realidad, nunca aprendí a educar a un hijo, porque tengo otra más grande y por lo visto no aprendí nada de la otra educación.
A veces me vuelven a la memoria todas las noches de casino de mi vida. Los viajes a Gualeguaychú con la plata justa; ensayar mi mejor cara de mayor de dieciocho en Bariloche; mi primera vez en el aséptico casino de Barcelona, cuando todavía se jugaba con pesetas y el mínimo de chance era de cincuenta duros; los sótanos clandestinos de Santiago de Chile en los que era conveniente perder, porque si ganabas te cagaban a sopapos; la noche mágica de Punta del Este en la que —con dos monedas y mucha paciencia— levanté mil dólares en treinta minutos y los perdí en tres.
En el año 2005 vino mi papá por primera vez a visitarme a Barcelona. Y lo primero que hice cuando llegó fue llevarlo a ver al Barça. Cuando entré con Roberto al Camp Nou, me sentí, por primera vez, llevándolo a él a la cancha.
El gran terror de mi vida es no saber cuándo voy a ser, por fin, desenmascarado. Es mi terror recurrente: estar expuesto a que las personas que me sospechan inteligente, o mundano, o simpático, o capacitado para alguna tarea compleja descubran la verdad: descubran que soy un imbécil.