Todo ocurrió en septiembre de 2003: vivíamos en un departamento del barrio de Gràcia que entonces nos parecía suficiente. Yo tenía un empleo nocturno, tan nocturno que me lo retribuían en negro, porque mi ciudadanía italiana no llegaba nunca. Era un trabajo periodístico aburrido, facilón y mal pago que, sin embargo, me salvó el bolsillo en las épocas que no portaba una nacionalidad decente.
Me levantaba a las dos de la mañana y me iba a una oficina de la Rambla Catalunya. Debía estar allí hasta las nueve, la noche entera, haciendo una labor absurda que no requería más de dos horas. Para no aburrirme las cinco restantes, abrí un blog y empecé a escribir en él como si fuese un ama de casa de pueblo.
Tenía tan fresco todavía el viaje a Buenos Aires, tan presente la música oral de Mercedes, que me pareció divertido llegar a la oficina cada madrugada y hacer una caricatura de mi barrio, una exageración de mi familia, un chiste interno de aquel descontrol que me había empapado durante veinte días. No buscaba nada escribiendo aquello, pero inventarlo me hacía feliz.
Una de esas noches, mientras tecleaba los primeros cuentitos, inició sesión Cristina en el messenger (ella en casa, yo en la oficina) y sin decirme hola escribió:
—Vamos a ser papás.
Dejé al ama de casa del blog hablando sola, las luces prendidas del edificio, el ascensor abierto, las llaves puestas, y me escapé del empleo nocturno a mitad de la noche, pidiendo a gritos un taxi, para que Cristina me repitiera esas cuatro palabras a la cara. No buscábamos un hijo, pero la noticia me hizo feliz.
Todo lo que pasó desde entonces fue veloz, extraño e imprevisto. La panza de Cristina creció, mi culo creció, el blog del ama de casa se llenó de gente desconocida. Cada vez hacía menos sacrificios en el empleo nocturno: dedicaba las noches, ya casi al completo, a escribir aquellos cuentos, que sin querer se estaban convirtiendo en una novela rara y espontánea.
Yo sabía que, tarde o temprano, mis jefes se darían cuenta de mi inoperancia descarada, pero busqué hasta el final un equilibrio entre el mínimo esfuerzo y el ocio permanente. Entonces, una tarde, nació Nina. Al mismo tiempo acabé aquel blog de la mujer gorda y comencé otro de textos breves, en el que me dediqué a despotricar contra España con la voz de un argentino quejoso.
Poco después, y gracias a esos hobbies, ya no tuve que ir a ninguna parte a fingir un empleo, porque había encontrado —sin buscarlo mucho— el modo de hacer redituable el ocio, aniquilando el esfuerzo por completo.
Cuando tuve todo el tiempo del mundo otra vez conmigo, e incluso papeles que me permitían salir y entrar de España, tampoco volví a Buenos Aires. Preferí traer aquí a personas queridas que nunca habían visitado Europa. Invité primero a mi hermana para que conociese a su cuñada, después a mis padres para que conocieran a su nieta, a Chiri en el mes del Mundial de fútbol, etcétera. Volver a un sitio no siempre es regresar, a veces volver es sentarse a tomar mate con los de siempre, donde sea. Cada vez que ellos venían a casa, yo de alguna manera cruzaba el mar.
Pero técnicamente, sin metáforas, hace cinco años que no estoy en Buenos Aires. Y ahora en casa está abierta la valija en pleno verano, llenándose de ropa de invierno, porque en dos semanas debo estar allí otra vez. En la Argentina, después de cinco años. Y yo soy una bolsa llena de nervios y de ansiedad.
Viajo para presentar un libro. Uno que escribí aquí (no digo aquí en España, sino aquí, acá mismo, en este cuaderno virtual). Y también viajo para hacer algo que tengo muchas ganas de hacer, y que a la vez me produce un terror indescriptible: voy a encontrarme con ustedes, con los lectores de mis cuentos, cara a cara.
La gente de la Editorial Sudamericana pensó que la presentación debía hacerla algún famoso, un personaje conocido del ambiente. Alguien a mi lado que hablase de mis virtudes y que oficiara de moderador. Yo les pedí, de rodillas, que no organizaran un evento de ese tipo, les dije que la gente famosa me hace tartamudear, que con alguien conocido al lado me costaría un perú sentirme cómodo.
—Estoy hecho un chancho —les revelé—, y además tengo acento gallego. No me lo hagan todavía más difícil.
—Pero es la presentación de tu libro —argumentaron—, y tiene que haber un presentador, ¿o querés estar ahí solo?
—No, solo ni en pedo. Que trabaje otro.
Yo me doy cuenta, a veces, que mi intransigencia parece absurda. Que cancelo caminos sin abrir puentes. Que planteo los problemas pero no ofrezco una puta solución. Pero no son caprichos vagos: es que puedo oler el careteo a kilómetros de distancia, y hace muchos años decidí no sonreír sin ganas. ¿Qué voy a hacer yo al lado de un tipo que no me conoce y al que no conozco? ¿Fingir qué? ¿Para qué? ¿Y qué voy a hacer ahí solo, muerto de miedo, si hace ya cinco años que desterré el esfuerzo de la responsabilidad y de la compostura?
—Hagamos lo siguiente —me propusieron las chicas de Sudamericana, que son un canto a la paciencia—: nosotras vamos buscando el lugar, alguna librería grande de Buenos Aires, y vos, mientras tanto, pensá en el nombre de algún personaje conocido que no te intranquilice mucho. Pero necesitamos un presentador, Hernán: sí o sí.
Estuve toda la semana dándole vueltas al asunto, recorriendo de punta a punta la encrucijada, en vano. Ya casi estaba al borde de aceptar a cualquier famoso que me propusieran, pero el martes, mientras cagaba, tuve una revelación fundamental. A veces ocurre que las soluciones se encuentran tan al alcance de la mano, las respuestas tan a la vista, que somos incapaces de verlas con claridad.
Ayer volvimos a hablar por teléfono con las chicas de la editorial y les comuniqué, lleno de alegría, mi decisión:
—Quiero que el presentador sea el Chiri —les dije.
Del otro lado del teléfono se hizo un silencio.
—¿Quién?
—El Chiri —repetí—. Es el único que me tranquiliza.
—¿Pero es conocido?
—¡Claro! Lo conozco desde que hicimos la Comunión.
Intentaron hacerme entrar en razones, primero con delicadeza y después con súplicas. Pero yo ya había tomado una decisión inquebrantable. O el presentador era Chiri o yo me quedaba en casa y se metían los libros en el culo.
Tuvieron que aceptar.
Una vez que, a regañadientes, me dieron el sí definitivo, me faltaba convocar al conocido en cuestión. Entonces mandé un mensaje de texto al teléfono del Chiri:
¿podés hacerme quedar mal adelante
de todo el mundo, el 16 de julio a la nochecita?
A los cinco minutos sonó la chicharra del teléfono. Mi amigo había escrito:
por supuesto bombón,
decime dónde hay que ir.
Es todo tan fácil, con cierta gente.
Mientras en casa Cris hace las valijas, mientras Nina pregunta si a la Argentina se puede ir en tren, no puedo dejar de pensar que se cierra un círculo en nuestras vidas. Un redondel perfecto que empezó en Buenos Aires y acabará en Buenos Aires, cinco años después.
Ellas no conocen esas calles, nunca vieron librerías tan inmensas; yo tampoco conozco mis propias calles con una hija de la mano, ni conozco las librerías de Buenos Aires con libros que llevan mi nombre. ¿Qué verá Nina cuando vea, desde el taxi, el Obelisco? ¿Entenderá Cristina, a un golpe de vista, que eso que parece un mar es en realidad un río? ¿Qué veré yo cuando vea a mi fantasma de veinte años bajar por Leandro Alem de noche, fantaseando con ser un escritor?
Llegaremos a Ezeiza el día 15 de este mes, con tiempo para dejar los bártulos en el hotel y descansar del viaje. Al día siguiente, miércoles 16 de julio, todos los personajes de ficción que aparecen en este cuaderno estarán en cierta librería de un coqueto barrio porteño, desde las siete de la tarde. Mi amigo el Chiri será el presentador de un libro que escribí en este cuaderno y que lo tiene como protagonista. Yo estaré a su lado, con la tranquilidad más grande del mundo.
Me haría muy feliz que ustedes pudieran estar allí, cerrando el círculo.