Las preguntas que me asaltan lo hacen generalmente por la espalda, pero no son capaces de robarme la tranquilidad. Me inquietan un poco, sí, sobre todo cuando se me presentan a cara descubierta. El viernes me asaltó la siguiente: «¿Quién habrá sido el primer puto pasivo de la historia de la humanidad?» Y en seguida se apareció una segunda: «¿Y cómo habrá hecho para convencer a otro de convertirse en el primer puto activo?»
Estas dudas llegan, se instalan, se comen todo lo que hay en la heladera y se van, no sin antes dejarme desordenadas todas las ideas, con lo que me cuesta pagarle a la mujer que limpia.
La mujer que limpia (por si no me siguen la metáfora) es la coherencia, y viene todos los lunes, jueves y sábado por medio. Lo que hace no es nada del otro mundo, pero yo se lo agradezco como si lo fuera.
Primero saca al patio todo el grupo neuronal resentido por mi pasado químico y, poniéndolo en fila india, les hace hacer media hora de ejercicio físico, y otra media hora de ejercicio pragmático. A la vez, coloca una palangana con vinagre en el baño y deja en remojo toda la segunda fila de mi grupo neuronal (impregnado por mi pasado herbóreo) y llama a silencio a la tercera fila de neuronas, que vive componiendo bellas melodías en un idioma ficticio que ya ha cumplido su décimo quinto aniversario de vida.
Una tarde la mujer que limpia me propuso dejar de trabajar un día sí un día no. Le pregunté qué otra forma se le ocurría, y me dijo que la mayoría de la gente contrata el servicio con cama adentro y listo.
—¿Con cama adentro? —me escandalicé— ¿Pero eso no es, lisa y llanamente, la madurez?
La mujer que limpia cada tanto mis ideas negó:
—No, eso es sentar cabeza —dijo—. Madurez es cuando, después de un tiempo de cama adentro, el amo y la sirvienta se sienten atraídos físicamente y el amo le propone a la sirvienta casamiento, tal y como ocurre en los folletines de la televisión vespertina. Cuando el amo y la que limpia se casan, ahí sí, llega la madurez.
Miré a la mucama con ojos masculinos por primera vez: las tetas estaban firmes, el culo no estaba mal, los dientes los tenía todos…
—Ahhh —le dije, y pensé para mis adentros: «Esta mujer es joven; si la miro libidinosamente no deja de estar suculenta, no creo que la convivencia funcione mal. Pero…». Ello debe haber visto que una sombra de duda cruzaba por mi frente.
—¿Qué ocurre, señor? —me preguntó.
La miré:
—¿Y qué pasará con las preguntas que me asaltan cada tanto si usted se instala en mi casa y lentamente comienza a seducirme con su piel de color mostaza y ese bonito acento limítrofe que a mí siempre, no sé por qué, me ha excitado tanto? ¿Eh? ¿Qué pasará con esas putas de una noche que son mis preguntas, con mis amigas solteras, las canciones locas, qué ocurrirá con mis amigotes, los dibujos feos, y con los atorrantes drogadictos de mis sonetos mal medidos?
La mujer que limpia me dijo que en una buena pareja hay cosas que ambos deben sacrificar, y que yo debía sacrificar mi entorno, y dedicarme exclusivamente a ella y a los hijos que me diera su vientre.
—¿Y usted —quise saber—, qué sacrificaría para estar conmigo?
Ella dijo:
—Mi vocación de sirvienta, porque si nos casamos ya no seré la que limpia, sino la señora de la casa.
En ese momento me asaltó una pregunta: «Si la caja negra de los aviones es lo único que no se destruye en un accidente, ¿por qué no construyen a los aviones con el material de las cajas negras?». La pregunta estaba medio nerviosa o drogada, y además de asaltarme mató a la sirvienta, yo creo que sin intención.
Después de deshacernos del cuerpo abrimos unas cervezas.