Los informativos se nutren felices de estos videos con párkinson, desenfocados y nerviosos, que hasta hace diez años eran imposibles de inmortalizar en cinta. La televisión, convertida en una repetidora de internet, amplía hasta lo imposible las ventanas de YouTube y convierte el artefacto del living en el monitor de una computadora alarmista. Noche y día nos convencen los noticieros, a golpe de repetición, de que las aulas actuales son un escenario borroso, pixelado, con muchachos salvajes que practican un vandalismo de prisión centroamericana.
La sociedad se escandaliza mucho, muchísimo, al ver a estos jovencitos enloquecidos en los claustros, porque la fantasía colectiva de los padres se basa en la sospecha que sus hijos, por la mañana, están en silencio aprendiendo álgebra, y levantando la mano para ir al baño, y cantando Azul un ala del color del mar. Sin embargo, todo lo que emiten los noticieros, lo frívolo y también lo grave, lo hemos vivido, desde los doce y hasta los diecisiete años, en las escuelas y los colegios analógicos del siglo veinte. Entonces no teníamos teléfonos móviles para grabar nuestras fechorías, ni software para musicalizarlas, ni banda ancha para subirlas a un internet que era, todavía, un sueño de ciencia ficción. Pero cometíamos idénticas salvajadas, cuanto más escandalosas mejor, para que el rumor volara, por la ventana del aula, hasta las calles del pueblo o del barrio. Lo que hacíamos (eso sí) tras cometer la tropelía, era un relato oral a la salida del colegio; engalanábamos la brutalidad, y al día siguiente, con suerte, aquello se convertía en el tema de conversación de los mayores. Si aparecía en el periódico del pueblo, ya tocábamos el cielo.
Hoy ese alarmismo vetusto de peluquería es la médula ósea de los noticieros en medio mundo. Qué poco han avanzado los informativos, en los tiempos de las nuevas tecnologías, si se nutren de lo que, hace dos décadas, era la chismografía de los almacenes de pueblo. Y ni hablar de nosotros mismos, que, olvidadizos del pasado, debatimos sobre impedir que los alumnos entren al aula con sus teléfonos. O, por lo menos, de castigar a quienes publican estos videos en internet. Qué interesante forma del olvido: sospechamos que las fechorías solo ocurren porque alguien las está grabando, y salteamos el hecho de que la difusión de esos documentos fílmicos son la mejor prueba para certificar una situación de violencia que impera desde hace décadas. Prohibir los teléfonos en las mochilas de los alumnos, o castigar a quienes difunden los videos, es igual a tapiar las ventanas del colegio y dejar que los estudiantes aúllen sin testigos. Como ocurría en las épocas analógicas, cuando éramos nosotros los salvajes y no teníamos con qué filmar ni publicar nuestro descontento.