Si ese africano navega en barco grande y lleva a bordo bandera negra o pistola, se llama pirata de Somalia. Y si navega en embarcación pequeña y endeble, llevando consigo mujer embarazada o niño, se llama inmigrante subsahariano. Son dos caras, no deseadas, de una moneda idéntica. El pirata vive en mansiones fastuosas y sale a navegar de noche, para conseguir el dinero del europeo distraído; después regresa a su continente negro, a su arsenal. El otro, el de la embarcación pequeña, se da a la mar también de noche, con el sueño azaroso de encontrar una grieta no vigilada, penetrar en una ciudad cualquiera, y hacerse allí invisible para siempre. Europa no sabe de qué modo frenar ninguna de sus dos pesadillas húmedas, ni la que ocurre en la orilla, ni la que se da mar adentro.
Las noticias que llegan desde las costas de Somalia deberían parecerle al europeo historias maravillosas pero, por culpa de la globalización, le resultan siniestras y colindantes. Los nuevos piratas, unos señores africanos que aterrorizan cruceros de lujo y pesqueros de atún, han dejado de ser pintorescos para el mundo occidental, gran consumidor —en otros siglos— de aventura literaria. Hoy ya no le hacen gracia sus patas de palo, porque estos nuevos piratas secuestran a un fotógrafo freelance y piden por ellos rescate. ¿Desde cuándo está el mundo en contra de estos personajes, mal hablados y peor olientes, si hasta hace nada (medio siglo, quizás menos) parecían unos malvados entrañables y se los homenajeaba con películas, y novelas, y canciones? ¿Qué ha llevado a pensar que habían desaparecido, como los dinosaurios; o que nunca habían existido, como los unicornios? Estaban allí, agazapados en las páginas de los libros y a punto de saltar a la realidad: siempre estuvieron.
También la desesperación del exiliado, del expulsado, del hambriento, ha estado presente en los libros de aventuras, y ha enternecido al buen lector europeo con historias salidas de las plumas de Dickens, de Stevenson, de Twain. Pero tampoco siente ahora el ciudadano opíparo compasión alguna por el pirata menor, el del barquito endeble, que no navega por mar de noche para atracar cruceros de placer, sino para darle a sus hijos un poco de paz y de pan, un poco menos de muerte y hambre. A las costas del mundo blanco llegan noticias horribles, y todas dicen que, de un tiempo a esta parte, ya no causa el mismo placer una historia de aventuras cuando, en lugar de aparecer en un libro de Verne o Salgari, sale en la página de sucesos de los periódicos nacionales. La trama de los desheredados que quieren recuperar la dignidad en nuevas tierras, la trama de los aventureros que se dan a la mar para conseguir tesoros y esconderlos… Esos sueños literarios que leían, con avidez, los europeos a los quince años, ahora, han saltado de la novela al periódico, y se han convertido en pesadillas reales de las que ya no es posible despertar.