Cuando Azucena cumplió 35 y Omar 38 decidieron adoptar. No era el sueño de ninguno de los dos, adoptar, porque querían un hijo biológico que tuviera la nariz de Azucena y los ojos de Omar, pero ya lo habían intentado todo y se habían resignado. Ya lo habían intentado todo y se habían rendido.
Se fueron a Haití los dos, y volvieron siendo tres. El pequeño Antoine tenía los ojos enormes y curiosos. Les costó bastante, a Azucena y a Omar, aceptar a un bebé de otro color, tan evidentemente no propio. Pero se acostumbraron.
Solamente se entristecían al ver a otros padres con hijos de rasgos parecidos, porque entendían que en esa semejanza la palabra «familia» era más pura. Pero cuando salían a la calle sonreían, y alardeaban de Antoine en el cochecito, y no dejaban ver que estaban felices a medias.
Además el nene era adorable. Y enseguida empezó a caminar y, sobre todo, a hablar. Antoine fue muy locuaz desde los dos años y nadie podía entender cómo, además de español, también hablaba un poquito en francés. Era su lengua materna, claro, porque es el idioma que se habla en Haití, pero él había salido de Puerto Príncipe a los ocho meses y su bilingüismo no tenía lógica.
Pero, además de eso, tenía una inteligencia brutal. Antes de cumplir tres años le explicó a sus padres su teoría del segundo espermatozoide: les dijo que no es el primero el que fecunda el óvulo, sino el segundo, y que en la vida a veces ser primero no significa nada. Y los padres inmediatamente le desinstalaron Tik Tok.
Pero no era eso, no eran las tablets. Sus maestras del jardín maternal le suplicaron a Azucena y a Omar que llevaran a su hijo a una escuela primaria, o a un colegio para genios, porque se aburría muchísimo el nene recortando o jugando con plastilina. Azucena y Omar supieron también, por otros padres del jardín, que las maestras le tenían también a Antoine un poco de miedo.
Cuando Antoine cumplió cinco años ya era, oficialmente, un niño prodigio. Un test de MENSA le había otorgado un coeficiente intelectual de 141, a los cico años, y dos colegios (uno de Estados Unidos y otro de Zurich) le habían ofrecido a los padres becas de estudio.
Azucena y Omar estaban decidiendo qué hacer, si aceptar vivir en Europa o en Norteamérica para acompañar al chico, cuando Azucena quedó embarazada.
Eso sí que no estaba en los planes de nadie. Después de todos los tratamientos era imposible, pero ahí estaba ella, con un embarazo de dos meses y medio y una alegría que nadie le había visto nunca.
Azucena, que siempre había sido una mujer callada y formal, de repente cantaba y bailaba en la casa. Mientras que Omar, que se había resignado a no tener nunca un hijo biológico, lloraba a la noche de felicidad, pero también con la prudencia de saber que el embarazo era algo muy endeble.
Ninguno de los dos quería cantar victoria antes de tiempo, y no le contaron sobre el embarazo a nadie en su familia, y tampoco a Antoine. Pero el chico lo intuyó. Supo que algo pasaba. De un día para el otro sus padres dejaron de hablar de la beca y del viaje y de Zurich y de Nueva York y del coeficiente intelectual… Incluso algunos días ni le dirigían la palabra.
Sin ninguna razón empezaron a pintar de colores la habitación donde Antoine dormía. Y lo dejaron solo para ir a comprar muebles. O llegaban tarde a buscarlo a la escuela.
A los seis meses de embarazo, cuando ya la barriga se notaba mucho, Azucena y Omar le contaron a Antoine que iba a tener un hermanito. Por supuesto, el chico les dijo que ya lo sabía. «¿Cómo que lo sabías, desde cuándo?», preguntó el padre. Y el chico respondió: «Desde que mami dejó de sangrar». Y les mostró un peluche hermoso que estaba cosiendo él mismo, una nena rubia con trenzas. Y Antoine dijo «Desde que mami dejó de sangrar le estoy preparando este regalo a Ana».
«¿Quién es Ana?», preguntó el padre. Y Antoine le dijo que no sería un hermanito, que sería una hermanita, y que se iba a llamar Ana.
Dos días más tarde la ecografía les confirmó a los padres que sería una nena, y allí mismo decidieron hacerle caso a Antoine y bautizarla con ese nombre: Ana.
Ana nació en verano, cuando la familia ya había decidido quedarse en el país y rechazar las dos becas de Antoine, que empezó primer grado en un colegio de barrio. En esa época fue que Antoine empezó a hablar más en francés que en castellano, pero nadie se dio cuenta.
Los abuelos, los tíos, los primos llegaban con regalos para la recién nacida y todos señalaban que Ana tenía la misma nariz de Azucena y los mismos ojos de Omar. Pero la felicidad duró poco.
Antes de cumplir un año, Ana empezó con problemas hepáticos y su deterioro fue fulminante. Azucena y Omar vivían en la clínica con el bebé: a veces rezaban, a veces lloraban, casi nunca dormían. Antoine había quedado en la casa, al cuidado de sus dos abuelas. Durante la internación de su hermanita Antoine ya solamente hablaba en francés.
Cuando Ana murió tenía un año y doce días. Decidieron velarla en la casa. Para eso, las abuelas empezaron a acondicionar la habitación infantil. Una de las abuelas encontró, debajo de la almohada de Antoine, el peluche que el nene le había hecho a su hermana antes de nacer. Era el peluche de una nena rubia, con trenzas. El muñeco tenía seis alfileres clavados a la altura del hígado.