Para alguien que, como yo, se pasa la mayor parte del día tirado en el sofá y pidiendo cosas, es muy difícil convencer a los que te rodean de que esta vez va en serio. De que realmente necesitás un vaso de agua, o el control remoto, o que te acerquen la mesa ratona, o que te hagan un té con limón. Me pasó igual que en la fábula de Juan y El Lobo. Yo enfermé de verdad un sábado, pero Cristina no me hizo caso hasta el martes:
—¿Me traés el diario, un plato de arroz y la pila aquella de los dvds? —le pedía, tirado de costado en el sofá como una morsa elegante, tratando de aguantar el sufrimiento.
—Vé tú —me decía ella, como siempre—. ¿No ves que estoy cambiando a la niña? ¿Qué soy yo, tu sirvienta?
—Pero me duele el culo, mi amor… —imploraba yo.
—¡Será que nunca lo levantas!
Así pasé un fin de semana terrible, entre la despreocupación de mi familia por mi grano en el culo y el injusto regreso al gol de Martín Palermo. El martes, por suerte, el dolor me llevó a un estado febril delirante. Yo no sabía quién era ni dónde estaba. Tampoco sabía quiénes estaban a mi lado:
—¿Podría alcanzarme el control remoto, el diario y un plato de arroz, señora? —le dije a Cristina, y entonces ella entendió, en mi mirada pedida, en mi gesto desangelado y sobre todo en una mancha de sangre que dejé en la sábana, que esta vez iba en serio, que no era un nuevo truco para no tener que levantarme a lavar los platos.
Treinta y nueve. La temperatura no me bajó en tres días. Y en el culo ya no tenía un grano. Era el grano quien escondía, en su epicentro mortal, un pequeño y triste orto inservible. Igual que esos monos de los documentales, que parece que tuvieran un casco rojo en la parte de atrás: así estaba yo.
—El dolor es una información de que algo va mal, tranquilo… —pensaba para darme ánimos durante las noches en vela, incendiado de fiebre.
Y entonces mi cerebro relacionó esto con otro dato. No hace mucho leí que ya existen las heladeras que te avisan cuáles son los productos que se están empezando a acabar. Vos pasás por la cocina y suena un pitido. Una voz electrónica te informa: «Nos estamos quedando sin queso mantecoso, señor» (Es como la serie «El Auto Fantástico», pero en versión electrodoméstico). ¿No es hora de que incorporemos esta tecnología al cuerpo humano?
Si el dolor es, como dicen, un pitido, un mensaje que el cuerpo le envía al cerebro para avisar que algo va mal, ¿por qué tiene que ser punzante, incómodo y febril? ¿Por qué no inventan algo para que te llegue un mensaje al móvil, por ejemplo?
Mensaje: «Se está formando un absceso de pus en el cachete derecho de su culo. Tiene dos días para desinflamarlo con Phermodin (pomada). Transcurrido ese lapso, duele. Pásalo».
Este sistema sería ideal no sólo para mi problema de esta semana, que en sí no fue grave, sino para cosas peores. Hay gente que convive, sin saberlo, con problemas latentes que pueden ser mortales. ¿Por qué hay que ir a hacerse un chequeo? ¿No está el mundo tan avanzado como para que estas cuestiones se detecten de forma automática y viajen por sistema GPS?
Mensaje urgente: «Hay algo que no cuadra en su colon. Puede convertirse en un cáncer entre los años 2007 y 2009. Se recomienda que deje de comer lechón y que se dé una vuelta por el médico. ¿Desea oír nuevamente esta alarma dentro de dos meses?»
La fiebre me llevó a pensar que, en un futuro, este sistema de alertas SMS podría ir más lejos, y saltar del terreno médico a territorios más generalizados de nuestra vida. No estaría mal que también el teléfono nos avisara de los peligros cotidianos:
Aviso importante: «Haz tiempo en el bar: en la puerta de tu casa te está esperando el pesado de Eugenio».
En este caso, pensaba yo, ya casi con cuarenta de fiebre, también sería probable que Eugenio tuviera uno de estos teléfonos:
Atención: «El Jorge acaba de hacer una parada en Bar de Diagonal y Paseo San Juan. Puedes encontrarlo ahí para contarle tus dramas: está en la mesa cuatro a punto de pedirse un cortado».
Ahora ya estoy mejor, y todas esas disquisiciones febriles me parecen tan necesarias como utópicas. Pero no estaría nada mal que alguna vez la tecnología personal nos ayudase a prevenir el sufrimiento, o por lo menos a escondernos de los amigos pesados, que son otra forma disfrazada del dolor.
Antes de irme a hacerme las curaciones diurnas, les dejo un mensaje:
Piip: «Mi culo ya está en forma, queridos amigos, y Orsai vuelve a la normalidad de posteo. Pásalo».