Para que exista humor, han de haber elementos comunes entre el narrador y el espectador. Debemos saber que los hinchas de Racing sufrimos cuando vamos a la cancha, y que en la dictadura chilena se usaban los campos de fútbol para practicar torturas. Sin esos códigos, no hay chiste.
Pero cuando uno de esos códigos es insoportable para una comunidad (por ejemplo, si contamos este chascarrillo frente a los hijo de desaparecidos chilenos) no les hará la menor gracia. El humor y la ofensa son parientes cercanos cuando no conocemos el rostro o la identidad de los receptores.
Ahora que ha pasado algún tiempo, puedo contar algo: hace algunos meses recibí un correo de una lectora de Los Bertotti, indignada o dolida por la inclusión de un personaje llamado Carmencita. Para los que no hayan seguido el folletín, el personaje de Carmen era enana; la lectora, evidentemente, también.
Esta mujer se quejaba por los chistes ofensivos que los integrantes de la familia Bertotti hacían sobre la enfermedad física del personaje. He recibido (en el mismo tono) cartas de paraguayos y chilenos a los que no les agradaba el modo en que eran retratados personajes como la Negra Cabeza o el Chileno Calesita, o, más bien, el modo en que fueron tipificados dentro de la historia.
También he recibido una queja, alguna vez, de una lectora que no soportaba la posibilidad de que Los Bertotti fuesen relacionados con los argentinos. «Así no somos nosotros», me decía la ofendida, «y odio que en el resto del mundo la gente se piense que somos de esa manera».
Hasta el advenimiento de Internet, existía el humor domesticado (el de la tele, los diarios, la radio) y el humor en estado puro (el de la calle). En el humor de los medios no se puede hacer un chiste sobre los asesinatos de ETA, por ejemplo; en las calles de España, sí. No hablo de que sea moral o no: hablo de que en el escenario mediático nadie se atreve, mientras que allí donde no existen condicionamientos sí es posible. Digo, finalmente, que el humor existe desde el mismísimo momento en que se produce el dolor. Lo que no existen son canales masivos que reproduzcan ese acto reflejo.
Pondré un ejemplo:
En 1998 ETA cometió uno de los asesinatos que más se recordarían a través de los tiempos: el de Miguel Ángel Blanco, concejal del Partido Popular en el ayuntamiento de Ermua (Vizcaya). El contrareloj que usó la banda armada para matarlo generó expectación mundial, como hoy ocurre con los secuestros con degüello en Irak. A Blanco lo mataron de un disparo en la cabeza a la hora exacta que se había anunciado, y el dolor del pueblo español provocó las mayores manifestaciones contra el terrorismo de la historia ibérica.
Aún hoy es impensable hacer humor domesticado al respecto (humor oficial, humor impreso o televisado). Pero en las calles de España, a la semana de ocurrido el asesinato, ya había nacido el humor en estado salvaje. El chascarrillo más recordado es el que aseguraba que el Estado Español agregaría la figura de Miguel Ángel Blanco en las monedas de veinticinco pesetas, «pues el concejal ya viene con el agujero de fábrica», en referencia al disparo que lo mató y al formato de la moneda de cinco duros.
Tendrán que pasar muchos años, muchísimas cicatrices tendrán que convertirse en piel curtida, para que un lector español lea esto en la prensa, o lo escuche en la televisión.
Pero entonces llegó Internet, y los límites se borronearon a una velocidad trepidante. La red es un híbrido entre un medio de comunicación y la mismísima calle. Un animal que a veces se muestra amaestrado como un perro faldero y otras veces aúlla como un lobo en el bosque. Y muchas veces (esto es lo que en realidad desconcierta a muchos) es el perro faldero el que aúlla y el lobo quien mueve amistosamente la cola.
Cuando un noticiero de la tele no puede o no quiere mostrar determinada imagen, la buscamos en el Kazaa y la encontramos. Cuando queremos leer chistes sobre el terremoto que mató a dos mil personas ayer, no ponemos la radio: vamos a Google.
En lo personal (y aquí no estoy haciendo una valoración moral sino exponiendo una sospecha sociológica) creo que las comunidades deberán encaminarse a reconstruir los cimientos de su dolor cohabitando con el humor en estado puro de otras comunidades, sin interpretar en él símbolo ni insensibilidad ni agresión.
El párrafo anterior me salió muy hermético; voy a poner un ejemplo, que siempre se agradece:
En el futuro, un chileno hijo de desaparecidos deberá entender que en el chiste sobre Racing y Pinochet no hay una burla personal a su dolor, sino una fusión creativa en la que se toma un hecho social reconocible para contrastarlo con otro y generar una tercera idea rompedora.
La semana pasada el diario El País envió a sus lectores una publicidad en la que, para promocionar 90 días de suscripción gratuita en su edición digital, graficó la oferta con dos fotos panorámicas de Nueva York: una del 11 de septiembre por la mañana, con las Torres; y otra del 12 de septiembre, sin ellas. La frase remataba con «Un día da para mucho; imagínese lo que puede suceder en tres meses».
La sociedad progresista española (y digo progresista en el peor sentido de la palabra) se rasgó las vestiduras y provocó que, al día siguiente, en la portada del periódico los editores pidiesen perdón «a los familiares de las víctimas del 11S» y catalogasen, ellos mismos, la propia campaña como «repugnante», quitándola de circulación.
He leído mucho sobre el hecho en estos días. Y me preocupa que las plumas progres, sensibles y profundas no hayan hecho más que quejarse y patalear como señoras gordas. Me preocupa que no se haya hecho una valoración objetiva de los cambios sociales que provocan estos lapsus de lo políticamente incorrecto que, mañana, serán moneda corriente.
En el futuro, todo el mundo comprenderá que en esa publicidad no había mofa, que en esas fotos no había víctimas más que de un modo semiótico o simbólico, que únicamente se hablaba de un hecho histórico de común conocimiento. «Una noticia trascendente ocurre en un segundo; no deje de suscribirse y estar atentos a la edición digital, porque con el diario en papel se va a enterar a las 24 horas, pero no al minuto». Ese fue el objetivo del anuncio, y se lo podrá criticar por ser una campaña de marketing mediocre y predecible (y lo es) pero jamás se lo podrá culpar de agresión a una señora de Nueva Jersey que perdió a su hijo en el piso 30 de un edificio por el impacto de un avión.
Si los publicistas de El País hubiesen utilizado una foto de la ciudad de Troya (un día antes estaba, un día después ya no) no hubiese habido escándalo, aunque allí también haya muerto gente. Pero era gente antigua, era lejos. El escándalo lo genera la cercanía (temporal o física) de un acontecimiento. Su intensidad o su eco.
El humor es un mensajero del mensaje, nunca un error. Puede ser bueno o malo, pero no debe juzgarse desde la tribuna de la sensibilidad o la moral, porque siempre habrá víctimas. Siempre. Puede no causar gracia, pero no está capacitado, el humor en sí mismo, para provocar dolor: sólo la mano de quien lo mece y la oreja del que lo escucha.
Sin embargo, la sociedad aún no está del todo preparada para comprender que cuando nace el dolor nace también la metáfora, que es el embrión del humorismo y la publicidad.
Ese tecnicismo, con el tiempo, caducará. No sé si esto sea bueno o malo, pero sospecho que ya, hoy mismo, todos los perros del mundo están comenzando a aullar.