Si hoy Pablo viviera posiblemente estaría casado. Era muy hermoso, tenía pestañas largas, los ojos verdes y cuando sonreía daba la impresión de que pidiera disculpas. Sin duda estaría casado… Y posiblemente sería feliz, o al menos creería ser feliz. Yo en cambio no estoy casado, nunca estuve con una mujer; esa diferencia ya habría agotado cualquier posible sobremesa, separado nuestras vidas para siempre.
Otra cosa es cierta, no seamos dramáticos: si Pablo estuviera vivo tampoco yo le dedicaría esta historia, no pensaría en él cada noche, no me angustiaría ver la foto que nos sacó el cura del campamento la noche anterior a su muerte.
Pablo murió la segunda noche del campamento. La Acción Católica nos mandaba cada tres meses a O’Higgins, un pueblo pequeño, cerca de Chacabuco, para que tuviéramos contacto con la naturaleza.
Durante el día hacíamos largas y aburridas caminatas; por la noche, largos y aburridos fogones. El cura contaba historias de terror y todos gritábamos como ardillas. A mí me gustaba ir a ese campamento únicamente para conversar con Pablo, dentro de la carpa, alumbrados con linternas, durante toda la madrugada. Sin decirlo nunca en voz alta, yo pensaba: estoy durmiendo con Pablo.
Eran pocas las veces en que podía conversar con mi amigo largamente, sin el asedio de las chicas. En la escuela él prefería dejarse halagar por la histeria femenina, o dejarse seducir por los deportes. En O’Higgins, el campamento de las mujeres estaba del otro lado del camping, y las monjas vigilaban que ellas no pasaran a nuestro sector. Las monjas eran guardaespaldas de Pablo: lo dejaban descansar de sus admiradoras secretas; lo dejaban todo para mí.
Pablo es, desde hace muchos años, desde su muerte, mi mito personal. Yo entonces no lo sabía, pero ahora sé que hay mitos grupales y mitos personales. Gardel, por ejemplo, es un mito colectivo que la muerte erige y alimenta cada día; el Che Guevara, Rimbaud: vidas tempranas que la muerte congela para siempre y hace únicas, como si no fueran también únicas las vidas de los que quedamos, como si la multiplicación de la especie no favoreciera el milagro, el cotidiano, de estar aquí, de padecer.
Gardel, Guevara, Rimbaud: mitos colectivos, mitos de grupo. Nadie pensaría en ellos si hubiesen muerto ancianos. Se piensa en ellos porque han muerto en la plenitud arrolladora, en medio del fervor, de la batalla, del amor. Pablo es, desde hace muchos años, desde su muerte, mi mito secreto, mi ídolo personal. Yo no pensaría en él si estuviese vivo, pero murió tan joven, tan cerca de mí, tan mío, que la lejanía del tiempo lo agiganta y lo convierte en mi dolor.
Y es que la muerte de las vidas jóvenes, más cuando la joven vida ha sonreído mucho y ha sido bondadosa, se convierte en una muerte frágil, más indeseada que la muerte lógica, menos asimilable. En las guerras mueren, principalmente, los jóvenes, también en los terremotos y en los bombardeos que ocurren en los colegios, pero por alguna razón las muertes colectivas tienen una jerarquía baja, son de segundo orden en la conciencia mítica.
Cuando muere más de un joven sólo importa el principal, los otros son olvidados. No solamente murió Gardel en aquel avión, también murió el pobrecito Lepera, el mejor letrista de tangos. El mismo día, a la misma hora, del mismo fuego. Pero se lo recuerda sólo a Gardel.
Un mito debe morir joven, sin merecerlo, y debe en vida haber sonreído mucho, y haber hecho poco daño a otros. Pero también es necesario que el mito muera solo. Y si no muere solo, la historia borra los datos de sus compañeros, desdibuja a los guitarristas, se deshace de los que no han sido hermosos.
Pablo y sus quince años cumplían con toda aquella parafernalia del mito, y por eso desde entonces es mi leyenda privada, mi dolor placentero particular. El muerto que me crece adentro.
Si en aquella época fue mi mejor amigo, ya no importa que hoy yo tenga otros amigos, algunos muy buenos, algunos mejores; Pablo tendrá que ser siempre mi mejor amigo por dos razones tan ciertas como su risa: que él murió cuando era mi mejor amigo, y que antes de que muriera yo fui malo con él.
No tan malo como acabé siendo más tarde, no tan dañino como soy ahora, pero lo suficientemente malo y dañino para no poder decir que lo que ocurrió esa noche en O’Higgins fue del todo irracional, todo destino. Si la muerte de Pablo hubiera sido absolutamente accidental, al cien por cien una desgracia, no existiría este monólogo, ni mis otras muertes, ni la foto de Pablo en mi escritorio, ni mis pesadillas. Nada existiría.
Si todo esto ha existido y existe, si alguna de estas patologías existirán, además, durante los muchos años que me dure la deuda, el duelo, es porque no ha sido del todo accidental, es porque de algún modo quise, durante un segundo por lo menos, verlo caer. Verlo volar. Verlo pedir y rogar, y suplicar. Lo demás, lo que pasó después, sí fue el destino, o el castigo que recibí por querer ser malo.
Yo era un niño ofendido cuando le solté las manos en el puente. Digo bien: un niño. Mi rostro era el rostro de un niño. Yo era un niño que había recibido una bofetada después de un beso. Pero yo dejaba de ser un niño cuando se me soltó de las manos; y puedo jurar que cuando Pablo cayó al suelo, diez segundo después, o cinco, un siglo después, luego de volar como yo quería ingenuamente que volara, yo ya no era un niño, ni tampoco era un niño Pablo.
Ya no éramos dos niños que jugaban en el puente de O’Higgins, ni la vida y la muerte eran dos ideas. Cuando cayó, Pablo ya era un muerto, mi primer muerto. Y yo, arriba, desde la baranda, con los ojos serenos, con las manos crispadas, sin dejar de mirar el cuerpo pequeñito allí abajo, sin gritar ni hacer nada, sin pensar en lo que diría primero el cura, después mis padres, más tarde los padres de Pablo, yo, en ese momento, ya era un hombre.
Yo dejé de ser un niño mientras Pablo volaba del puente a la tierra, y de mis manos al vacío. Dejé de ser un niño para siempre, quizás para acompañar a Pablo en su descenso y durante sus últimos segundos de niño, porque él también dejaba de ser un niño en el viaje.
Pablo, mi mejor amigo de la infancia, el mito de ahora, el de la foto en mi escritorio, el de mis sueños, fue también mi primera maldad, la primera de una lista que después fue inmensa. Mi primer amor.
Cuando Pablo empezó a ser el chico muerto, yo empecé a ser el chico que había matado a Pablo. El cambio de colegio y el cambio de ciudad no alcanzaron para limpiarme. En el nuevo colegio de la nueva ciudad también fui el chico que había matado. Ya no a Pablo, sino a alguien, que era todavía más misterioso y peor.
Las siguientes crueldades eran esperables y esperadas por todos, menos por mí. Yo no esperaba nada, porque mi única gran crueldad, mi primera y mejor muerte, fue la muerte de Pablo, porque era mi mejor amigo y yo lo quería, y porque yo era un niño y porque los dos éramos buenos, y porque yo lo había besado y él no quiso recibir mi boca, mi beso de fan.
Después ya no. Después él fue un muerto más, el primero de mis muchos muertos. Porque, al revés de lo que suponemos, matar sin intención no nos convierte en más precavidos o mejores, sino que nos quita la opción de elegir. La diferencia es que ahora, con más experiencia, beso a los niños con más fuerza, los ato, los amo, los disfruto, antes de dejarlos caer por otros puentes.