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Pausa
Lo que voy a contar pasó cuando todavía existían las pesetas, exactamente el día que me quedé sin ninguna. Con treinta años recién cumplidos, yo vivía en una pensión del barrio de Gràcia. Una cama, un escritorio, el baño afuera. Hacía poco que estaba en Barcelona y Cristina ya me había empezado a pagar los cigarros.
A raíz de una espantosa confusión (que involucra un casete de chistes verdes de Jorge Corona colocado en el sitio incorrecto) mi hija de cinco años cree que el vocablo «guerra» es una mala palabra.
El niño hace dibujos en el papel, y entonces sigue siendo un niño. Pero un día, un día cualquiera, el niño dice: «Hoy aprenderé a firmar», y se pasa el día entero ensayando garabatos con su nombre y su apellido, en lugar de hacer dibujos. Ese día, el niño pierde la gracia y se convierte en un señor pequeñito.
En estos días en que todo el mundo está disperso, jugando con su nuevo teléfono móvil o preparándose para el año nuevo; en estos días donde no hay nadie en las oficinas o en las escuelas, mi Garrote cumple cuatro años y está un poco nervioso. Un poco asustado también. Hace años, cuando llegué a este hospital (que espero sea el último) eran los primeros días de un diciembre muy frío y muy lluvioso. Yo estaba un poco triste, porque en cada hospital haces buenos amigos, y yo había perdido a los míos.