Cristina, al igual que el resto de las mujeres españolas, siguió durmiendo durante ésa y todas las madrugadas de junio. Un sueño, el suyo, que me llenó de tristeza, porque el único motivo por el que un argentino acepta vivir en pareja es, sin duda, que la mujer lo mime en medio de un partido complicado.
No sé cómo funcionará el amor en otras familias, pero en mi hogar mercedino el amor de madre, o el amor de esposa, alcanzaba su máxima expresión cuando Chichita entraba al comedor a los cinco minutos del primer tiempo con la bandeja del mate y los bizcochitos de grasa. O cuando, promediando un partido trabado, asomaba la cabeza por la puerta y preguntaba:
—¿Siguen uno a uno?
A mi madre, como es lógico, le importaba una mierda el resultado de la semifinal de la Copa Libertadores. Pero en esa pregunta («¿siguen uno a uno?») había otra inquietud escondida, una duda que sí era fundamental para ella. La pregunta tácita era esta otra:
—¿Cómo está mi familia? ¿Son ustedes felices con este empate transitorio, o debo preocuparme y amasar una pastafrola?
La mujer argentina, desde que es hermana menor, es decir desde la cuna misma, ve llorar a su padre, a sus tíos y a su abuelo. Esto no suele pasarle a las demás mujeres del mundo. Ver llorar a un hombre no es tan fácil en otros países. Y esto, el llanto masculino, marcará para siempre a la mujer nacional.
Sabe esta mujercita, desde la niñez de sus trenzas, que el hombre sufre. Que no es tan macho. Que el hombre se angustia y llora y patalea, que hace puchero frente a un corner a la olla en área propia cuando faltan dos minutos, o que se persigna con repentina devoción católica ante un avance peligroso; y conoce de sobra, la mujer argentina, que el hombre se quedará mudo días enteros si echan a la Selección de un Mundial en semifinales, o que será capaz de abrazar y besar a todas las mujeres de la casa si su equipo logra el triple punto G —gustar, ganar, golear— y que habrá felicidad y alegría en la pobreza del hogar si el domingo por la tarde la radio trae buenas noticias desde la cancha de Talleres.
La mujer argentina (y la brasileña, y la uruguaya; no la chilena, no la española) nace sabedora de esta pasión que envuelve al hombre de la casa. No sólo eso: la mujer argentina guarda en su memoria para siempre el recuerdo feliz de cuando su padre la llevaba, sobre los hombros, a la cancha, y le explicaba los secretos maravillosos del balompié desde una tribuna atiborrada de otros hombres con otras hijas en brazos.
Y esta mujercita luego crece, a veces de Boca, a veces de River, sin que le guste el fútbol, pero con un amor inmenso de domingo por la tarde, de sobremesa interrumpida por Zabatarelli, de regreso eufórico o trágico. La mujercita nacional crece con la visión de ver a los hombres de la casa entrar por el zaguán trayendo banderas en alto o banderas arrastradas por el suelo.
Y cuando por fin se convierte en novia o esposa, por pura fotosíntesis, conoce los horarios de los partidos mejor que nadie, intuye el significado metafísico del orsai, reconoce la diferencia entre un lateral derecho y un arquero, disfruta de los Mundiales, sale a tocar bocina si se gana por penales un cuarto de final complicado, memoriza cantitos y los tararea con rubor en las mejillas, o entra a los comedores con la bandeja del mate para preguntar si la cosa sigue uno a uno, con el corazón en un puño, con el miedo genético de no querer ver sufrir a su manada.
La mujer argentina de edad madura, además, sabe que si gana Boca por la tarde, es posible que a la noche haya festejo en la cama matrimonial. Y también sabe que si Boca pierde, nadie la tocará ni con un palo: ni su marido en particular, ni la mitad más uno de la población en general. Por eso ella también es de Boca. Por eso ella también es capaz de gritar esos goles absurdos que hace Palermo con la rodilla.
Una domingo negro, negrísimo, de 1991, Boca le metió a Racing un seis a uno humillante (con un gol de Batistuta con la rodilla, justamente) que nos dejaba sin opciones para el campeonato. Roberto apagó la radio a cinco del final y se encerró a dormir la siesta. Yo me quedé en la cocina, sin razones para vivir, y metí la cabeza entre los brazos. El martes al mediodía mi papá seguía durmiendo la siesta y yo todavía estaba con la cabeza metida dentro de los brazos. Mi mamá y mi hermana nos llevaban algo de comida, que nos daban en la boca con una cucharita. Y cada nueve horas nos arrastraban al baño para aliviar esfínteres. Si no hubiera sido por ellas, mi padre y yo habríamos muerto de hambre o inundados en nuestra propia mierda. Si eso no es el amor, amigos míos, ¿qué es el amor?
Durante el Mundial del Japón, cuando Argentina quedó eliminada en primera ronda, aquí en España eran las seis de la mañana y yo estaba solo en este sofá, con los dientes apretados y sin nadie que me cebara un mate, o que me dijera «no es nada, corazón, en cuatro años llega Alemania 2006 y la rompemos». Nada. La luz de la cocina estaba apagada; en la cama grande dormía una mujer ajena al pitido final y a mi angustia. Pero no solo Cristina dormía: dormía toda España.
Abrí la ventana de la calle y no había una puta luz en los edificios. Nadie lloraba por la calle. Los taxistas hacían su ronda feliz. Entonces pensé en Buenos Aires. Allí era todavía mayor la madrugada; en ese Buenos Aires nocturno, millones de mujeres empezaban a consolar a sus hombres. Madres, novias, esposas, hijas, nietas, amigas, incluso abuelas, todas en camisón y con los ojos llenos de sueño y de espanto, empezaban a cocinar pastafrolas y a balbucear frases de aliento al oído de sus hombres tristes.
Si no fuera porque vivo en planta baja, esa madrugada hubiera saltado por el balcón. ¿Para qué vivir, si Argentina ya no estaba en el Mundial, si yo ya no estaba gusto en este mundo, si ya nada ocupaba su lugar en el universo? Pero, como se sabe, antes que argentino soy cobarde, y no me suicidé un carajo.
Hice algo mejor, creo. Tuve una hija. Una hija argentina chiquitita que ya reconoce los colores de Boca por la tele y pone cara de asco, que ya sabe que los viernes puede quedarse despierta hasta las tres de la mañana porque pasan a Racing por cable, y que ya vio jugar a la Selección desde la tribuna del Camp Nou.
Una hija que en julio de 2006, cuando Argentina la rompa en Stuttgart, cuando mi vida se cubra otra vez de espíritu mundialista, cuando mi corazón estalle de felicidad o de tristeza, estará aquí a mi lado, en este sofá, temerosa de mi sufrimiento, inmensa, convertida en todas las mujeres que he perdido.