Él dijo:
—Perdón.
Ella dijo:
—La puta madre que te parió, casi me matás —pero sin rencor, más bien del susto.
Él se levantó y le extendió la mano. Ella se dejó ayudar. Al incorporarse se le escapó un cuarto de teta izquierda. Él se hizo el desentendido. Ella no se dio cuenta, porque ya le empezaba a arder el tobillo. Tenía una raspadura. Él dijo:
—Me tropecé con el cordón, soy un tarado.
Ella:
—No te preocupes, fue solamente el susto, ¿te hiciste mal?
—No, ¿vos?
Ella sonrió:
—Sí, me hice mierda.
—¿Podés caminar?
—Creo que no.
Él bajó la vista. Dijo:
—¿Te llevo a alguna parte? Tengo el auto acá a mitad de cuadra.
—No creo que pueda llegar ni a mitad de cuadra —dijo ella.
Él lo entendió como un sí y la abrazó por la cintura; ella le puso la mano en el hombro. Se fueron los dos, machucados, hasta el coche, que estaba a mitad de cuadra.
Era un Escort. Verde metalizado. Él la ayudó a subir. Después caminó, rengueando, alrededor del coche, se metió adentro y lo puso en marcha.
—¿Querés que primero pasemos por un hospital?
—No, no, lleváme a casa así me pongo mertiolate —dijo ella, y le dio la dirección.
—Eso es por acá —dijo él.
—A dos cuadras. Si yo iba a comprar facturas, nomás.
Entonces él detuvo el auto.
—Aguantá un cachito —dijo, y se bajó.
Salió corriendo. Volvió a los cinco minutos con una docena de tortas negras.
—Así por lo menos no hiciste el viaje al cuete —dijo, y le dio la bolsa con las facturas. Arrancó.
Ella dijo:
—Gracias.
Entonces se sintió cómoda. Le recorrió el cuerpo algo extraño, una especie de señal del destino, y apretó con fuerza el papel madera con las facturas, que estaban tibias.
Él condujo en silencio y sin mirarla. Ella, de reojo, vio sus manos, firmes al volante. Le gustaron, parecían las manos de su padre. Del de ella.
Quiso encontrar algo en el coche, sobre la guantera, encima de los asientos de atrás, en el parabrisas, que le dijera algo sobre él. Un juguete, una calcomanía, un pintalabios. Quiso saber si era casado, si tenía hijos, a dónde viajaba en verano. No encontró nada. A pesar de eso, seguía sintiéndose cómoda.
—¿Es por acá? —preguntó él.
—Adelante del Taunus —señaló ella—; el portón gris.
Estacionó en el único sitio posible, de un golpe de muñeca, con seguridad de experto. Se bajó del coche, lo rodeó rengueando, y le abrió la puerta.
—¿Me ayudás? —dijo ella.
Entonces él la levantó en los brazos, como en una luna de miel. Cerró la puerta del auto con el taco y caminó con ella en brazos hasta el portón gris.
—Abajo está abierto —dijo ella— pero despues es un segundo sin ascensor.
Él no dijo nada, ni siquiera hizo un chiste. Ella habría apostado a que él haría un chiste. Pero no, sólo silencio. Recorrió un pasillo mal iluminado, con ella en brazos. A la izquierda la pared era de espejos. Ella se miró en el espejo, le resultó muy tierno verlo, con la vena yugular hinchada, llevándola en el aire como un héroe de cine. Se gustó. Le gustó la pareja que hacían.
Él subió el primer piso a un ritmo constante, pero el segundo le costó muchísimo. Resoplaba. Ella sentía latir su corazón, el de él, cerca de su oreja. Ya no le dolía la raspadura en el tobillo, ya no tenía nada, pero era tarde para decirlo. Se dejó llevar hasta la puerta.
—Es acá, el H —dijo ella.
—¿Vivís sola o toco el timbre? —preguntó él.
—Sola.
Entonces la dejó con cuidado en el suelo. Ella se mantuvo en un solo pie, ayudándose en su hombro, el de él. Sacó las llaves. Abrió la puerta. La casa estaba a oscuras; la televisión encendida.
—¿Seguro podés caminar? —preguntó él.
—Sí, no te preocupes —dijo ella, entrando en un solo pie—. Pero pasá, pasá, ¿querés algo fresco? Debés estar muerto.
Él miró el departamento, era pequeño; el salón era también el dormitorio. Vio una cama de plaza y media revuelta, una mesa con dos libros abiertos, un cenicero lleno de colillas.
—No, está bien, gracias. Me voy —dijo él—. Tengo el auto mal estacionado.
Ella se lo quedó mirando. No entendió.
—El auto está lo más bien —dijo ella—. De verdad, si querés quedáte un rato. No pasa nada.
Él seguia en el vano de la puerta, sosteniendo el picaporte.
—No. Me tengo que ir. No te pongas mertiolate, ponete hielo mejor —dijo él, y aclaró—. En el tobillo.
Cerró la puerta, bajó los dos pisos sin renguear, salió a la calle. Eran las siete y diez, todavía había luz natural. Pasó por delante del auto, confirmó que estaba bien cerrado, y siguió caminando hasta la esquina. Había dos mujeres esperando que cortara el semáforo. Eran las dos morochas, aunque una demasiado alta. Agachó la cabeza, tomó carrera, cerró los ojos y se tiró contra la petisa.