También tienen un apellido con estirpe: de hecho, Javier desciende directamente del prócer oriental más célebre. Sin embargo, cuando llegamos de visita aquella noche nos invitaron a tomar mate en la cocina.
Esa es la primera gran diferencia entre nuestros países: aunque tengan mucho dinero o abolengo, los uruguayos no saben ser conchetos, y eso siempre es un alivio muy grande.
Esa noche de la que hablo era el 6 de diciembre de 2016. Un año antes yo había tenido un infarto en la casita de huéspedes donde ellos nos alojaban por casualidad. Fueron días muy movidos cuando infarté, y ellos nos dieron una mano enorme: primero me llevaron al hospital y después ayudaron a Julieta con los trámites médicos. Por eso, justo un año después, habíamos vuelto a Montevideo para agradecerles la hospitalidad.
También aprovechamos para contarles algo que solamente sabía nuestra familia: «Vamos a ser padres», les dije, ni bien el mate estuvo listo.
Javier y Alejandra primero me miraron a mí, boquiabiertos y con los ojos desconfiados, como si les estuviera mintiendo; después enfocaron la panza de Julieta sin saber cómo reaccionar. Supongo que ellos pensaron algo que es de algún modo cierto: un año atrás no solamente me salvaron de la muerte sino que también, de carambola, ayudaron a que apareciera en el mundo una vida nueva.
Se pusieron bastante eufóricos los dos. Nos abrazaron, nos empezaron a preguntar detalles y en cada gesto no parecían actuar con la alegría de los amigos nuevos, sino con la felicidad corporativa de una familia que crece.
Después conversamos de otras cosas, pero ya con una felicidad serena instalada en la mesa. Me preguntaron cómo estaba de salud y les conté que muy bien, que comía sano y ya no fumaba. Me felicitaron por ese esfuerzo y entonces les dije que, en contrapartida, hacía un año entero que no escribía nada, porque dejar de fumar me había alterado las rutinas, y que estaba preparando un libro que se iba a llamar «El mejor infarto de mi vida». Primero festejaron el título y después me preguntaron cómo iba publicar un libro si ya no podía escribir, y les dije que pensaba recopilar los cuentos que había escrito antes del episodio cardíaco y los pocos que pude escribir, ya sin ganas, después.
Se alegraron porque, según ellos, iban a aparecer en ese futuro libro —que es este libro— y yo creo que por eso se animaron a contar algo que nunca nos habían dicho. El ambiente familiar también tuvo algo que ver, creo. Es diferente lo que pueden contarse dos parejas casi desconocidas en un living de techos altos, tomando café o alguna otra infusión careta, a lo que son capaces de confesar mientras se calienta el agua para el mate; hay una intimidad cálida bajo la luz de la cocina.
Javier y Alejandra nos abrieron su corazón esa noche y nos confiaron una historia triste que ahora voy a intentar reproducir. Pido disculpas porque en mi recuerdo hay lagunas.
Empezó a hablar Javier. Nos dijo que cuando conoció a Alejandra los dos estaban casados con otras personas y que debieron romper sus matrimonios para estar juntos. Aquí él nos explicó unas anécdotas sobre cómo logró enamorar a Alejandra —ella es bastante más alta que él y eso hizo que la conquista fuese compleja—, pero no recuerdo los detalles. Sí puedo jurar que con Julieta nos reímos mucho. Después Javier nos explicó que, con el tiempo, consiguieron sus respectivos divorcios. Entonces empezó una época feliz en la que a Javier le empezó a ir cada vez mejor en el trabajo. No me acuerdo bien de qué trabajaba (tampoco sé si lo dijo) pero iba y venía por todo el mundo; digamos que era un alto directivo de una empresa a la que llamaré Multinacional A.
Como pasa siempre cuando te va muy bien en esos asuntos, un día lo contactaron de la competencia (la Multinacional B) y lo tentaron para que se pasara a sus filas. Le ofrecían el doble de plata y beneficios enormes. Seguramente Javier nos explicó todo esto con más claridad, pero a mí me cuesta retener la jerga de los trabajos bien pagos. Lo que entendí es que se trataba de una decisión compleja, porque hacía muchos años que Javier trabajaba en la Multinacional A.
«Yo le dije que lo iba a apoyar en cualquier decisión que tomara», dijo Alejandra.
A Javier le llevó muchas noches decidirse a actuar, pero finalmente un día se levantó de la cama temprano, se vistió, fue a su oficina y antes de las diez de la mañana renunció a su trabajo de toda la vida. Sus jefes trataron de persuadirlo y le dijeron que estaba loco, sus compañeros le recordaron que si renunciaba perdería la indemnización y todos trataron de hacerlo cambiar de idea, pero a Javier no le importó. Firmó su renuncia en la Multinacional A y volvió a casa antes del mediodía.
«Esto fue un viernes», detalló Alejandra.
El lunes por la tarde Javier tenía que firmar el contrato con la Multinacional B para incorporarse al trabajo, donde lo esperaba un mejor sueldo, participación en las ganancias, beneficios corporativos y otro montón de palabras que estoy inventando. Pero el domingo a las seis de la tarde sonó el teléfono. Y entonces Javier se enteró de su enfermedad.
Acá abro un paréntesis. Nosotros sabíamos que Javier tenía un problema renal crónico desde la primera vez que lo vimos, un año antes. Sabíamos que debía filtrar su sangre tres veces por semana (la palabra técnica es diálisis) hasta que alguna vez llegara la utopía de un trasplante de riñón. Y también sabíamos que era muy complicado para él hacer una vida normal. Quiero decir: conocíamos esa parte de la historia, pero no sabíamos cuándo había empezado, ni cómo.
Javier nos contó esa noche que, desde el momento en que su médico llamó ese domingo para comunicarle la enfermedad, su vida cambió. «Pero no fue paulatino», dijo. Ya el lunes el contrato con la Multinacional B quedó sin efecto: no les interesaba un directivo enfermo. De un día para el otro Javier perdió el trabajo nuevo con un sueldo soñado y tampoco pudo volver al empleo de siempre, porque había decidido renunciar.
«De las tres cosas que hay en la vida: salud, dinero y amor», dijo Javier, «a mí solamente me quedaba Alejandra».
Ella le dio la mano y dijo: «Ahora hace chistes, pero se quería matar».
Javier bajó la vista y se hizo un silencio incómodo. Nosotros entendimos que las palabras de Alejandra no habían sido una metáfora.
Desde ese domingo, el futuro que habían soñado juntos se empezó a desmoronar. No solo el estatus o el nivel de vida, sino también el contexto: los amigos desaparecieron como por arte de magia, empezaron a usar los ahorros para los estudios médicos y la casona se convirtió de repente en un incordio.
Javier ya casi no tenía fuerzas, porque las sesiones de diálisis le consumían la energía. Estaba acostumbrado a un ritmo de vida espontáneo, lleno de reuniones y de hoteles, y ahora se pasaba las tardes encerrado en Montevideo. Aunque no perdía el afán de trabajo: empezó a diseñar una aplicación móvil para unir a los centros de hemodiálisis de todo el mundo y sus pacientes. Bautizó al proyecto Connectus, pero no encontraba financiamiento.
Alejandra también hacía malabares para no bajar la cabeza. Se puso a trabajar en doble turno y, sin consultarlo con nadie, empezó a vender cuadros y algunos muebles de la casa. Pero a pesar de los esfuerzos no lograban remontar.
Se ajustaron el cinturón todo lo que fue posible. Se quedaron con un solo coche: el Chery QQ. Todos los agentes inmobiliarios les recomendaban vender la casona y alquilar algo más chico. Pero ellos no se resignaban a perder, durante ese infierno temporal, el paraíso donde habían vivido.
Una tarde, como último recurso, pusieron en alquiler la casita de huéspedes en Airbnb, una web que se dedica a la oferta de alojamiento entre particulares. Lo pensaron mucho antes de hacerlo, porque es arriesgado meter a desconocidos en tu propia casa, pero habían oído que, si aparecían turistas europeos, se lograba hacer una diferencia en euros.
Entonces cruzaron los dedos y se registraron como anfitriones en Airbnb. Sacaron fotos del frente de la casa de huéspedes, del living, de la habitación con cama doble del primer piso y de los muebles de diseño. Subieron las fotos a Internet con bastante desconfianza. Después pusieron un precio alto, en moneda extranjera, por cada noche de alquiler y se sentaron a esperar.
La primera semana ningún turista los contactó y pensaron que tenían mala suerte. Pero en realidad la mala suerte apareció más tarde, cuando de a poco sí empezaron a aparecer los huéspedes.
Primero cayó un brasileño que se quedó una semana y les taponó el baño al segundo día. Un mes más tarde vino una pareja de Canadá con un nenito hiperquinético que les destruyó, con marcador rojo, una mesa vintage. Después llegaron unos ingleses que, al irse, publicaron una queja en Airbnb por los perros del jardín y eso les bajó puntaje en la plataforma. Cerca del verano aparecieron unos hippies holandeses que estaban recorriendo el mundo y se robaron los servilleteros. El quinto huésped fue un escritor argentino que apareció una tarde de diciembre con su novia nueva y al segundo día se infartó en el living. Sí. El quinto fui yo.
Julieta y yo solamente conocíamos una parte de la historia: la nuestra. Pero la de ellos, el reverso de la trama, era mucho más interesante. Ellos venían en caída libre desde hacía dos años: primero la ansiedad del cambio laboral, después la enfermedad inesperada y el desempleo, las sesiones de diálisis tres veces por semana, los ahorros cada vez más escasos, la idea arriesgada de hospedar a desconocidos y, cuando ya nada les podía salir peor, un gordo se les infarta dentro de la casa.
¡Pobre gente!
Javier y Alejandra venían meados por los perros y yo fui, sin querer, la última gota. La salpicadura de pis que colmó el vaso.
A ellos les dedico este libro, entonces. Porque la tarde que Julieta los fue a buscar, ellos estaban tristes y desanimados. Porque pudieron haber desoído el pedido de ayuda y no lo hicieron.
Es fácil salvar a otro cuando estás a salvo. Pero ellos no estaban a salvo. Ellos aparecieron, veloces y generosos, en el peor momento de sus vidas.