Imaginate que tu nombre es Jorge
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Charlas con mi hemisferio derecho

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Pensá por un momento que tenés casi ochenta años. La espalda arqueada, dolor en todos los huesos, problemas para mear. Imagináte que hace casi treinta años mataste a otros, o los mandaste matar, y que ya no te acordás por qué. Estás cansado, el mundo no te pertenece, ni siquiera entendés cómo funciona la videocasetera. Solamente querés disfrutar de tus nietos, ese único remanso posible, y esperar la muerte con serenidad.

Imaginate que entonces, cuando sólo desearías que te dejasen en paz, la Corte Suprema de tu país dice que no, que ahora tenés que ir otra vez a contar tus batallas prehistóricas, que de nuevo tenés que pasar por un calvario que ya has vivido mil veces.

Ahora son las cuatro de la madrugada. No podés dormir. Hacé el esfuerzo de pensar que te duele todo el cuerpo, que ya hace muchos años que dormís más bien poco, pero que ahora, hoy mismo, otra vez el mundo te nombra. Afuera de tu casa hay guardia periodística, los sentís moverse, cuchichear; son como hormigas hijas de puta esperando fotografiar tus arrugas y tus canas. Te dan ganas de matarlos, no solamente porque no te dejan dormir, sino porque parecen felices. Imaginate, hacé el esfuerzo; pensá por un momento que mañana deberías estar disfrutando de tus nietos, en lugar de ir a los tribunales a demostrar dignidad.

Has dormido unos minutos, te has dejado llevar por el cansancio, pero el sueño ha sido breve. Soñaste que eras joven, que se te paraba la pija, que ibas en bicicleta por tu barrio de Mercedes, desde el parque hasta la catedral. Soñaste con tu madre, que ya ha muerto y te adoraba, soñaste vagamente fragmentos de felicidad que hace mucho tiempo has perdido. Imagináte que ése que se despierta sos vos, que sos un viejo, que son las seis y cuarto, y que no tenés ganas de vestirte ni de salir ni de vivir.

Ahora pensá que te llaman, que golpean a la puerta de tu habitación. «Don Jorge», te dice una voz de mujer (imagináte que tu nombre es Jorge), «lo espera el coche». Te vestís con los ojos en blanco, te mirás en el espejo y sos una máscara envejecida, sabés que no vas a luchar, que ya no, que es muy tarde. Solamente te crispan los nervios los fotógrafos, esos que tampoco han dormido para verte salir. Si no fuera por ellos, si no fuera por toda la gente que finge su felicidad de venganza tardía, te daría lo mismo. Si no fuese porque todo este circo te quita horas con tus nietos, te daría lo mismo.

Elegís una corbata negra, y el mismo traje que usás para ir a misa. El oscuro. Elegís los mocasines. Elegís no desayunar. Pensá por un momento que tenés casi ochenta años, que hace muchísimo tiempo que no se te para la pija, que no sabés manejar tu teléfono móvil, que las computadoras son máquinas endemoniadas, que tus nietos deberían disfrutarte, y vos a ellos, que te gustaría leer los clásicos que te faltan, y que en lugar de eso vas en un coche con vidrios polarizados por la Avenida del Libertador, y que en la radio te nombran. Te nombran como antes, con toda la boca, y se burlan.

Mirás el paisaje de Buenos Aires por la ventanilla del coche. Lo ves sin verlo, sin reconocer la ciudad. Te duelen los huesos, la corbata se arruga. Suena tu móvil. Tardás siglos en reconocer el botón verde. Por fin lo encendés y decís «hola». Del otro lado la voz de Maxi, el menor de tus nietos, que te pregunta si vas a ir hoy a la quinta a leerle un cuento. La voz de Maxi. Imagináte la voz que más amás en este mundo, este mundo extraño que ya no es tuyo, imaginate el amor hecho voz. Esa es la voz de Maxi, es como un pájaro joven, es un chico de ojos saltones y sonrisa ladeada, y flequillo, que te quiere porque le has enseñado a andar en bici, que te quiere porque no tiene maldad, que te quiere y te llama por teléfono, y te pregunta si vas a ir a la quinta a contarle un cuento.

Le decís que no, que hoy no podés porque tenés mucho trabajo. Maxi te pregunta «¿y mañana, abu?». Imagináte esa segunda pregunta, como un puñal en el oído izquierdo, imaginátela mientras tenés ochenta años y te duelen los huesos y viajás en un coche a un interrogatorio que va a durar diez horas. Se te quiebra la voz. Tardás mucho en contestar la segunda pregunta de Maxi. Pensá por un momento que hacía siglos que no llorabas, que hacía miles de años que no se te nublaba la vista ni te temblaba la barbilla. Pensá por un momento que ni siquiera sabés si alguna vez, antes de esta mañana, habías llorado.

Imaginate que ahora estás llorando, que ahora estás llorando como si fueras débil de espíritu y que, mientras llorás, pensás en la quinta y en tus manos llenas de arrugas y en tu nieto que quiere que le cuentes un cuento y en mañana, y que sabés que mañana tampoco. Imaginate que llorás de angustia, que te falta el aire porque pensás en Maxi y en el libro de cuentos a medio leer, que ha quedado sobre una repisa de la quinta, imaginate que te falta el aire y que no podés abrir la ventanilla porque te reconocerían, y que las lágrimas, que son blandas, rebotan contra la corbata de seda negra, y que el chofer, por el espejo retrovisor, te mira.

Imagináte que ves los ojos del chofer a través del espejo. Que tus ojos y los suyos se cruzan en el rebote del vidrio. Imaginate que él también está llorando. Pero que no llora de angustia, que es otro llanto distinto porque también sonríe, como si estuviera viendo una película triste que acaba bien: llora y sonríe. Pensá por un momento que un chofer te lleva en coche. Imagináte que llora y que sonríe. Imaginate que Maxi te sigue preguntando, al teléfono, cuándo pensás ir a la quinta a contarle el cuento.

Hernán Casciari