La alarma inesperada
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Lo más horrible que me pasó arriba de un taxi empezó en la vereda de la librería El Ateneo. Yo tenía que ir a La Plata y me dio fiaca tomar un colectivo; entonces paré un taxi. Había sido una semana muy rara. Mi papá se había muerto hacía muy poco y yo estaba de casualidad en Buenos Aires por primera vez con mi hija. Era rarísima esta ciudad sin padre y con hija.

Mi hija, Nina, se había quedado a dormir en casa de mi hermana, en La Plata. Y yo estaba en El Ateneo de la avenida Santa Fe. Ya era de noche. Me habían pagado una plata que yo no esperaba, y entonces me tomé un taxi. El taxista era un chico joven, morochito, de ojos cansados. Me explicó que manejaba el taxi desde hacía una semana, que el auto era de un primo, y que lo hacía porque necesitaba la plata.

Salimos por Santa Fe hasta Cerrito y de ahí hasta la autopista. El chico manejaba nervioso. Yo pensé que podía ser por la inexperiencia, después pensé que tomaba merca, pero después me di cuenta de que no era por ninguna de las dos cosas.

Lo supe cuando le sonó el teléfono; él puso el manos libres. Entonces una voz de mujer retumbó en todo el taxi:

—Está cada vez peor, Alberto, no sé qué hacer —dijo la mujer.

—Llevála a un hospital privado —dijo el taxista con la voz de agobio.

—¿Pero con qué plata, Alberto? —decía la mujer en el teléfono.

El taxista apretó los puños sobre el volante; le dijo a la mujer que estaba en medio de un viaje, que no podía hablar. Parecía acorralado. Cuando cortó me pidió disculpas y me explicó que su hija (en realidad dijo «hijita») estaba muy enferma, que desde hacía dos noches volaba de fiebre, que para peor él se estaba separando de su mujer, que casi no dormía, que trabajaba de día y de noche para conseguir algo de guita y sacarla de un hospital público donde no le prestaban atención, y que su mujer lo estaba volviendo loco.

Todo esto lo dijo sin poner una sola coma, todas las comas las puse yo. Me sentí incómodo, no sabía qué decirle. Y, de todos modos, intenté calmarlo, porque iba a una velocidad tremenda, pero mis palabras quedaron a mitad de camino por culpa de una alarma horrible que empezó a sonar adentro del auto.

Ni él ni yo entendimos qué pasaba, hasta que de los parlantes del manos libres habló una voz metálica, grabada, que dijo algo así: «Usted está saliendo del perímetro de la Ciudad de Buenos Aires, necesita ingresar el código de seguridad».

El taxista no tenía la menor idea de lo que significaba todo eso y la alarma se escuchaba cada vez más fuerte. Llamó a su primo, al dueño del taxi, y el primo le dijo que era un sistema antirrobo. Como ya estábamos en provincia, había que avisar que yo, el pasajero, no lo estaba encañonando con una pistola. El primo le dio el número de seis cifras, el taxista lo tecleó en el teléfono y la alarma dejó de sonar. Fueron como diez, quince segundos de silencio.

Yo miraba con atención el velocímetro, y de reojo la mirada del taxista por el espejo: parecía un zombi. Faltaban diez, quince kilómetros para llegar a La Plata cuando sonó de nuevo el teléfono. Era otra vez la mujer, que esta vez lloraba a los gritos, no se entendía muy bien casi nada, solamente entendimos la frase:

—Está muerta, Alberto —tres veces lo dijo—, ¡está muerta! —Y retumbaba todo. Y después, un llanto estremecedor. Y después la conversación se cortó y ninguno de los dos, ni el taxista ni yo, dijimos nada. Nos hicimos los boludos. Nos hicimos los boludos, yo supe que quería bajarme de ese auto lo antes posible para volver. No quería estar adentro de la tragedia de ese hombre. Entonces le toqué el hombro con la mano y le dije:

—Dejáme acá y volvé.

Él frenó en seco sobre la banquina haciendo una maniobra peligrosísima. Y me miró. Estaba llorando. Yo no sé desde cuándo estaba llorando. Y me dijo:

—¿En serio? ¿No te jode si vuelvo?

Y yo le dije:

—No. No me jode.

Yo quería bajarme urgente. Saqué el sobre con lo que me habían pagado en El Ateneo y se lo di todo. No por generoso, por culpa. Porque no quería saber nada con su historia ni con la muerte. Bajé del auto y lo vi derrapar como un rayo. Hizo una maniobra en «U» más peligrosa que la anterior. Y yo me quedé en la banquina, estaba todo oscuro, no había estaciones de servicio por ninguna parte. Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, y pensé en lo que no había querido pensar. Pensé en mi hija Nina y en sus cuatro años.

Pensé con terror en mi hija, que seguramente estaba en la casa de mi hermana durmiendo, y sentí, de repente, que yo mismo estaba cruzando un límite. No un límite que separa la capital de la provincia. Era una frontera más intensa: yo había pasado de ser un hijo a ser un padre. Había pasado de no tenerle miedo a nada a vivir con pánico siempre. Aquella noche, en una zona imprecisa entre Buenos Aires y La Plata, me empezó a sonar una alarma horrible en la cabeza. Y yo no tenía, no tengo (nunca voy a tener), el código de seguridad para apagarla.

Hernán Casciari