Aquí dentro el famoseo está a la orden del día. Casi todos los internos tenemos pegadas, en la pared de la habitación, el recorte de periódico donde han quedado plasmados nuestros cinco minutos de gloria.
Yo también lo tengo. Es un pedazo amarillento del diario La Vanguardia que pone:
«Adolescente da muerte a su padre en el barrio del Eixample».
Viene mi foto pequeñita cuando me están sacando de casa. Mi cabeza está escondida dentro de la chaqueta, pero soy yo.
De todos modos, los verdaderamente famosos aquí eran dos: el Viejo Ignasi, que entre 1981 y 1983 asesinó a más de cuarenta perros de raza, provocando dolor y desconcierto en el barrio más ostentoso de l’Hospitalet; y un interno que ya se ha ido, llamado Augusto, que se quiso suicidar con la llave del gas y mató a toda la escalera, siendo él mismo el único sobreviviente.
Yo conviví con Augusto solo un año, pero pude ver que aquí todos lo adoraban. Era «la» celebridad. Le decíamos El Señor Butano.
Cuando hay algún interno famoso ocurre que, a veces, viene la televisión para hacer un documental. Eso significa dos cosas: que vamos a tener muchos cigarrillos durante días enteros, y que vamos a poder ver culos de chicas en pantalón. Por alguna razón, las que trabajan en la tele son guapas y usan vaqueros descosidos; nosotros no estamos acostumbrados a eso y sabemos agradecerlo.
De un tiempo a esta parte estábamos bastante cortos de internos célebres. Los días pasaban en calma y las tardes eran tranquilas. Pero desde que escribo aquí, en esta columna del periódico El País, me he convertido en lo más cercano a un famosillo que ellos pueden tener.
Mis compañeros me miran raro, porque aparezco casi todos los días en el periódico. No están muy seguros de si eso es bueno o es malo. Además tengo ciertos privilegios, como poder usar la videocámara o el ordenador, y eso a algunos les da un poco de envidia.
Cada vez me cuesta más hacer los vídeos que acompañan estos textos. Necesito tranquilidad, soledad, concentración, pero a veces me resulta imposible. El Gelatinas, el cubano Parrilla y otros internos me siguen a todas partes cuando estoy con la cámara en la mano, y tan pronto como intento filmarme ellos empiezan a gritar o a tirarme piedras, o se quieren poner en medio de la imagen.
Me gusta la fama, es cierto, pero si este es el precio prefiero volver a mi antiguo anonimato de loco sin nombre. El doctorcito V. me dice que no me debo preocupar, que yo siga a lo mío y que no le dé importancia a los demás. Pero me asusta la posibilidad de quedarme aislado, de ser una isla dentro de una isla, y que mis colegas ya no me quieran como antes.
El Gelatinas, que es mi mejor amigo aquí dentro, desde hace unos días está un poco enfadado también. Me habla como sin ganas, no viene a jugar al patio, y en el almuerzo me trata mal. «Ey, tú, famosillo, pásame la mayonesa», ha llegado a decirme. Ayer mismo tuvimos una conversación muy seca:
—¿Y tú qué tal? —me ha dicho— ¿Sigues apareciendo en el periódico?
—Sí. Escribo lunes, miércoles y viernes.
—¿Y ponen tu foto?
—A veces.
Entonces me ha mirado con mucha seriedad, casi con lástima, y me ha dicho:
—No sé para qué coño sales en el periódico si no has matado a nadie últimamente… ¿Por qué no dejas las noticias para los que hacen cosas?