Las llagas de Waiser
10m

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Charlas con mi hemisferio derecho

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Waiser era el bibliotecario de la Biblioteca Sarmiento de Mercedes. Yo llegué a conocerlo, pero de lejos; nunca hablamos ni nada. Sin embargo tuve que ver, de refilón, con su muerte. Y esa historia es la que voy a contar hoy. En el año 93 a Waiser le pusieron en la biblioteca una ayudante que se llamaba Analía, bastante más joven que él. El viejo empezó a tener con ella fantasías sexuales un poco extrañas para su edad, unas perversiones tan nítidas que terminaron por obsesionarlo.

El Rúben y Libermann, sus amigos de toda la vida, creyeron que era nomás un enamoramiento a contrapelo de los años, una calentura senil, pero Waiser supo enseguida que se estaba volviendo loco:

—Es que no pienso en ella manejando la fantasía —explicaba Waiser—, sino que veo lo que mi cabeza me muestra. Como si viera la puta realidad y no la pudiera tocar con la mano.

—¿No podés imaginártela desnuda? —preguntaba Libermann.

—Yo la quiero desnudar, Ruso, pero ella se desnuda poco, solamente cuando se baña.

—Entonces fantaseá que se baña —le decía el Rúben.

—Ahí está el problema —se quejaba Waiser—: se baña cuando ella quiere.

Los amigos del bibliotecario, a solas, ya hablaban de alzheimer y se apenaban por la salud mental del compañero. Para peor, cuando las visiones de Waiser eran muy activas (si veía a la mujer llorando o alterada), después el pobre somatizaba mucho: le salían llagas en la boca, a veces hongos abajo de los sobacos, o un sarpullido en la ingle.

Más tarde se supo la verdad, aunque esto no ayudó mucho. Una noche de domingo Waiser imaginó a Analía en el living de una casa, limpiando y cortándose el pulgar con un vaso roto. El lunes siguiente la mujer llegó a la biblioteca con el pulgar vendado.

—¿Qué le pasó en el dedo, Analía? —preguntó Waiser.

—Me corté con un vaso, el sábado a la noche.

Waiser había fantaseado con esto mismo, pero la noche del domingo. El bibliotecario no se desesperó, pero maldijo ver a la mujer en diferido, veinticuatro horas después, como al fútbol codificado. De todas formas sabía que estaba viejo y que estaba solo, y esas visiones retrasadas de la mujer acabaron por complacerlo igual, aunque no fuesen en directo.

Pasó un año. Una noche que Analía se estaba masturbando en el baño, Waiser pudo imaginarla con tanta nitidez que tuvo una erección completa después de mucho tiempo. Se masturbó él también frente al espejo y, milagrosamente, logró eyacular después de más de una década de sequía. Se sintió vivo. La experiencia, sin embargo, le provocó un herpes tropical que le dejó el cuello y la espalda en carne viva.

Durante tres semanas no pudo ir a la biblioteca. Cuando se curó y regresó al trabajo, Analía ya no estaba. Por las noches intentó encontrarla en sus pensamientos, pero el esfuerzo que debía hacer para verla era inhumano. En sucesivas visiones —que no duraban más de un minuto— descubrió que se había ido a vivir con su madre enferma a Jofré, un pueblo a diez kilómetros de Mercedes. Comenzó a perder las visiones nocturnas de Analía, y descubrió que la extrañaba, que no podía vivir si ella, o sin las imágenes nocturnas de ella.

—Me cuesta mucho verla —le explicaba a sus amigos—. Diez kilómetros es mucho, y la fantasía me hace interferencia.

—Con vos nunca se sabe —se burlaba Libermann— si necesitás un psicólogo o un antenista.

Pasaron dos meses, y Waiser se hizo echar de la biblioteca. Con la plata de la indemnización decidió alquilar una casa en el pueblo de Analía, para poder verla sin fantasmas ni estática, otra vez en colores. Sus amigos, Libermann y el Rúben, se mudaron con él a Jofré porque también estaban viejos, o porque no encontraron nada mejor que hacer. La aventura de Waiser era, también para ellos, la última aventura de la vejez.

Alquilaron una casa cerca de la ruta cuarentidós. Los tres empezaron una vida nueva, con días de pesca y noches de borrachera. Volvieron a sentirse jóvenes. Analía, ajena a la llegada de los mosqueteros, estaba muy triste por la muerte de su madre, y no hacía otra cosa más que mirar la televisión. Al principio a Waiser le molestó que la mujer no se masturbara como antes, pero luego se conformó encerrándose en el pensamiento de Analía y compartiendo un libro, o viendo pasar las tardes por los ojos de ella, que eran las tardes de ayer, por culpa del diferido inoportuno.

Waiser pudo adaptarse sin problemas a la parsimonia de Jofré, un pueblo tranquilo, e incluso empezó a ir con sus amigos a pasar las noches a la vera del río. Se sentía a gusto sabiendo que así serían los últimos años de su vida. Se aficionó también a merodear la casa de Analía por las tardes, cuando sabía que ella hacía la siesta. Se quedaba sentado en un bar cercano, cerraba los ojos, y esperaba a que llegara la noche para verla sin la interferencia de la vida real.

Fue en ese bar, haciendo tiempo, que Waiser leyó en el diario un reportaje que había salido sobre los poderes mentales de un tal Jesús Machado. El reportaje lo había escrito yo mismo, y hace unos meses lo reproduje aquí en Orsai. En este punto es donde entro, sin querer, en su historia. Y desaparezco enseguida.

A Waiser le impresionó que hubiese otro hombre, en el mismo pueblo, con visiones parecidas a las suyas. Las diferencias eran solamente dos: el tal Machado veía un día para adelante; él, un día para atrás. Machado veía desgracias; él solamente a Analía, que también era una desgracia, pero menor.

Un día se envalentonó y golpeó la puerta de Machado con cualquier excusa. Fue así que conoció a la única persona con la que tuvo trato y amistad en el pueblo. Machado vivía con un hijo adolescente y un montón de perros; su mujer lo había dejado hacía cuatro años, más que nada por miedo, y las personas en el pueblo lo trataban como a un loco o como a un enfermo de la cabeza.

Los tres viejos se hicieron bastante compinches de Jesús; los cuatro jugaron a las cartas muchas noches y supieron quedarse días pescando juntos. Por prudencia, Waiser le prohibió a sus amigos que le confesaran a Machado que él también tenía visiones. Pero en cambio todos le preguntaban al otro sobre las suyas. Y Machado les fue narrando, por las noches, más o menos lo mismo que Waiser había leído en el reportaje del diario, pero con matices desgarrados que a todos les ponían los pelos de punta.

Cuando murió Libermann, Machado lo soñó un día antes. La noche del entierro de su amigo del alma, Waiser sintió un mareo y vio a Analía en la cama, pero esta vez con un hombre. Esto jamás había pasado antes: Analía se masturbaba bastante, pero jamás había estado con alguien de carne y hueso. La visión paralizó a Waiser, lo dejó en cama y mudo de rabia, y además se enfermó de una forma muy extraña, por lo veloz: las llagas esta vez le tomaron el cuerpo entero y parecía un globo de carne transpirada.

Mientras Waiser convalecía, el Rúben le echó en cara su falta de decisión:

—La culpa es tuya: te conformaste teniendo a Analía nomás que en el pensamiento, como si a la mujer eso le llenara el estómago. Y ahí tenés, se ha conseguido a otro por culpa de tu pereza. Una mujer necesita flores, caricias; no la arreglás con telepatía.

Waiser no podía levantarse. Le habían salido ronchas enormes como vejigas calientes que, al romperse (porque además no podía dejar de rascarse ni de sufrir la fiebre) dejaban rezumar un olor rancio, a podrido; y cuando las ronchas se secaban, en lugar de piel sana, aparecían escamas que crujían. A veces las llagas se calmaban y empezaban por fin a formarse costras, pero cuando Analía otra vez se revolcaba con su amante real, Waiser se despertaba gritando y su cuerpo volvía a deformarse.

Una tarde, a la orilla de la cama del enfermo, Jesús Machado hizo un comentario al paso, sobre su vida privada, que para Waiser fue como un tiro de gracia a la cabeza. Descubrió el enfermo, por fin, que el misterioso amante de Analía era el mismísimo Jesús. Supo lo que debió haber sabido siempre: que la mujer de Machado, la de toda la vida, la que lo había dejado hacía cuatro años, era ella, la que había regresado al pueblo.

—El hombre de la visión —lloró esa noche Waiser al oído del Rúben— el hombre que se acuesta con Analía cada noche, es Machado. ¡El Jesús y Analía son marido y mujer!

—Eso nos pasa por andar hablando siempre de fútbol y de pesca, y nunca de nuestros matrimonios —se quejó el Rúben—. Mirá cómo tenés el cuerpo por culpa de que los hombre somos monotemáticos.

Por caballerosidad o por vergüenza, Waiser no le dijo nada a Jesús sobre aquella casualidad espantosa, y al mismo tiempo perdió las pocas fuerzas que le quedaban. Se retrajo en sí mismo y se encerró en su cuarto, dejando solamente entrar al Rúben, a quien le hizo jurar que tampoco le diría nada al otro:

—El pobre Machado no tiene la culpa de mi obsesión. La culpa es mía por venirme a vivir aun pueblo de doscientos habitantes, donde casi todo el mundo son la misma persona.

Pero a pesar de las ironías que lo ayudaban a caminar en puntas de pie sobre el dolor, por las noches Waiser no podía dejar de ver a Analía con Machado, y lo consumían las llagas. Cada vez que la pareja se regocijaba abajo de la manta, el convaleciente se multiplicaba en sarpullidos que, esta vez, no iban a supurar nunca.

Una mañana que Waiser se levantó irreconocible, ya cuando las llagas le había tomado la garganta por dentro, Rúben, en contra de las indicaciones de su amigo, fue a la casa de Machado y le contó todo, para ver si Jesús se compadecía del moribundo y dejaba de acostarse por un tiempo con su mujer. Machado, sin embargo, no pareció sorprenderse con la noticia. Lo miró entristecido, sí, pero no con sorpresa.

—No me contás nada nuevo —dijo Machado—, pero tampoco puedo hacer nada.

El Rúben no entendía el trasfondo del tiempo e insistió:

—Si no te acostás con Analía esta noche —intentó convencerlo a Jesús— puede que se salve y no se nos muera. El pobre no va a soportar vivo otro ataque de pus.

—Me acosté con ella anoche —confesó Machado bajando la cabeza—. Después, dormido, soñé que él nos miraba mañana. Y yo solamente sueño desgracias, compañero.

Hernán Casciari