Las varoneras
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Pausa

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España, decí Alpiste

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Cada vez que, como ayer, detienen a un montón de etarras, yo me levanto temprano y me compro todos los diarios, porque siempre aparecen las fotos de los terroristas (la mitad son mujeres). Y yo creo que no hay mujer más linda en todo el mundo que las chicas de ETA. Son igualitas, en el mejor sentido de la palabra, a lo que en la adolescencia llamábamos «las varoneras».

La belleza de la varonera no radica exclusivamente en lo físico, sino en una estructura moral que llevan consigo desde la niñez. Y no debe confundírsela nunca con la marimacho, que también es una raza muy extendida en la adolescencia. Una marimacho, de grande, se convierte en lesbiana o en ministra de educación. Una varonera, en cambio, se convierte en etarra, en actriz de teatro under, en puta o en amante de señores casados.

A la pequeña marimacho le gustan (o le gustarán) las mujeres, y en la primera juventud se junta con los varones para mimetizarse y para patear tirolibres con efecto. A la pequeña varonera, en cambio, le gusta estar con los chicos para que la admiren y la deseen, y para poder ir a pescar a la tardecita. La diferencia es sutil.

Desde la niñez, siempre me llamó la atención una cualidad paradójica de la varonera: teniendo naturalmente el típico objetivo feminista (la igualdad de los géneros) es en esencia machista y detesta, no a la mujer, sino a la dama beligerante que proclama el feminismo como bandera.

Si lo miramos con lupa, entenderemos que la varonera tiene razón: las feministas luchan para acceder a los tópicos más tristes del hombre (quieren tener poder, quieren tener dinero, quieren ser árbitros de fútbol). Pretenden que la igualdad consiste en equipararse a lo que el macho posee de chimpancé. Las varoneras, en cambio, están en otra órbita y sólo les apetece compartir el espíritu lúdico y cultural masculino: la amistad, la charla trasnochada, el porro y, eventualmente, la lucha armada.

Las feministas-ladrillo están pendientes de la publicidad. Escudriñan los carteles para señalar aquéllos que muestran un culo de hembra con el afán de vender una motocicleta. Sospechan que, prohibiendo ese cartel publicitario, están dando un paso en pos de la igualdad de géneros.

—¡Estamos hartas de sentirnos objeto! —dicen las feministas por la radio. Y lo hacen por radio porque las feministas son feas. Y sería gracioso ver a una mujer fea sintiéndose «harta de ser un objeto».

Las varoneras no sólo están encantadas de poder mostrar el culo en la publicidad, sino que también son capaces de ejercer la prostitución sin sentirse menoscabadas o en el pozo de la miseria (como sospechan las feministas-ladrillo). Hoy por hoy, para encontrar varoneras de mi edad, hay que ir al País Vasco o a un puticlub (y no me quiero imaginar las maravillas que podría encontrarme en un Cabaret de Euskadi). No hay varoneras como Dios manda en la caja del Banco Central Hispano, por ejemplo. Y es muy triste el paisaje financiero sin ellas.

Existe demasiado feminismo en este mundo moderno, pero pocas mujeres capaces de ser mejores que la media general humana; y no sería difícil acceder a ese estado de máxima pureza, dado que los hombres vienen cada vez más feministas, o metrosexuales, o como mierda se quiera bautizar al nuevo engendro polimorfo tan en boga.

Siempre me dio un poco de risa el esfuerzo (falso esfuerzo) que los partidos políticos «de avanzada» practican con el fin de integrar mujeres a sus gabinetes. Les dan trabajo a regañadientes y sin que sepan hacer nada, solamente porque la opinión pública parece opinar que así debe ser. Y las feministas van por la vida tan contentas con su Ministerio, pues ni siquiera descubren que es otra manera, más diplomática, de utilizar a las mujeres. Poner damas en los gobiernos sólo por llenar el cupo de igualdad es, también, publicidad. Y mucho más oscura y perversa que mostrar una teta para vender yogur.

El partido que hoy gobierna en España se jacta de tener un 50% de hembras en su Ejecutivo. ¡Ay, qué contentos van los progres con esta modernísima noticia! Sin embargo, lo primero que han hecho ellas, tras prestar juramento, ha sido irse rapidito a la revista Vogue y sacarse fotos disfrazadas de modelos top. Esas ministras, de jóvenes, no eran varoneras: eran marimachos.

Pero no todo está perdido. Mientras en pleno siglo ventiuno los partidos de centroizquierda hacen malabares para fingir que la hembra puede hacer las mismas idioteces que el homo-político, los etarras (tan retrógrados) son mitad hombres y mitad mujeres desde siempre. Y calladitos, sin levantar la perdiz.

Ellas arman las bombas a la madrugada con la misma destreza que sus compañeros; ellas sellan sus labios durante la tortura policial igual que si tuvieran huevos o convicción, que es lo mismo. Ellas ponen ese gesto de varonera para las fotos de los diarios. Ese gesto que parece decir: «Sí, he puesto bombas y he matado a algún concejal, pero también puedo cocinar un estofado para chuparse los dedos».

Desde el año ’79, la igualdad entre el hombre y la mujer existe y goza de buena salud. Lástima que tenga que ser desde la clandestinidad.

Y es que las mujeres que verdaderamente vale la pena conocer han sido, antes que mujeres o madres, antes que tirabombas o putas, antes que todo, orgullosas varoneras que se quedaban con nosotros hablando y bebiendo y riendo hasta que despuntaba el sol. Y lograban, ellas solas, que nos sintieramos iguales, pero no iguales del verbo género, sino iguales y punto. Hermanos. Las feministas de eso entienden bien poco. Y los hombres también.

Estén donde estén, varoneras de mi primera juventud, éste es mi pequeño panegírico de los lunes. Un homenaje de alguien que siempre las recuerda con cariño, sin importar en lo que se hayan convertido con los años. Y es que los años son muy machos: generalmente maltratan.

Hernán Casciari