A mediados de 2005 yo había terminado de escribir mi primera historia de ficción en un blog, y había comenzado la segunda. Sin buscarlo, las cosas estaban saliendo bien. En casa empezaba a sonar el teléfono: un par de editoriales europeas ofrecían dinero por mi novelita, algunas productoras de televisión me tanteaban para escribir guiones, etcétera. Impulsos suficientes para dejar de madrugar en la redacción de un diario por un sueldo fijo.
Con cautela, y sintiendo en la nuca los ojos asustados de Cristina, dije adiós al mundo real y me acomodé en el otro mundo, uno que se transita en pijama y sin apuros.
Fue entonces que empecé a tener demasiado tiempo libre. El tiempo libre y el trabajo online son una mezcla peligrosa: no sólo te deforman la columna vertebral y el culo, sino también la perspectiva de la realidad. De repente, los asuntos virtuales comienzan a parecerte importantes.
A mí me ocurrió la desdicha de darle trascendencia a cuestiones insignificantes el día que un grupo de cinco críticos, desde sus blogs, comenzaron a burlarse de mi obra, o de mí, con argumentos crueles y estrafalarios. Más tarde entendería que la exposición (aparecer en la prensa, publicar algún libro, tener lectores) es directamente proporcional al número de intelectuales que te desprecia, pero aquélla fue la primera vez que me pasaba y me costó mucho asimilarlo.
Ahora tengo más detractores que entonces —porque mi exposición es mayor—, pero esos primeros cinco consiguieron, más de una vez, empañarme el ánimo y lograron que me hiciera la peor de las preguntas: ¿No tendrán ellos razón?
Ninguno de los cinco críticos portaba un currículum que los avalara, ni una obra (buena o mala) desde la que posicionarse para agredirme, pero contaban con algo más importante, algo que me dolía. Tenían una edad parecida a la mía, unos gustos semejantes a los míos y una idéntica nacionalidad. Por esas tristes razones me fijé en ellos y leí cada una de las cosas horribles que decían sobre el lugar espantoso que ocupaba yo en sus corazones.
Me odiaban, tuve que asumirlo de entrada. Lo que yo escribía les parecía basura, algo todavía más horrible que literatura menor: les parecía puro marketing disfrazado de palabritas.
Llegaron a elaborar una teoría increíble sobre lo que ellos llamaban mi éxito: según sus estudios yo no tenía muchos lectores, sino un sistema informático con el que engañaba a los medidores de audiencia de Internet. Luego esos medidores engañaban a la prensa, y la prensa me hacía entrevistas creyendo que alguien me leía. Los comentarios, todos o la gran mayoría, los hacía yo mismo adoptando diferentes apodos.
Lo que les preocupaba era ver muchos comentarios en mis textos. Más que mi prosa, les producía resquemor que alguien me leyera. En sus cuadernos virtuales debatían sobre mis miserias y estrategias. Decían que preferían mil veces que nadie los leyera, a que los leyera la clase de gente que me leía a mí. Odiaban a mis lectores, la simpleza, la poca exigencia literaria de mis lectores. Una de las frases más recurrentes que usaban para despreciar mi escritura era ésta: escribe lo que sus lectores esperan leer.
Estaban obsesionados conmigo y, esto es lo peor, yo también con ellos, en silencio.
Un par de veces les escribí cartas privadas, explicándoles la confusión: les dije que yo era uno más, que me gustaba la misma música que a ellos, que leía los mismos libros; les aconsejé que intentaran generar una obra en línea, una obra literaria o por lo menos creativa, en lugar de hablar mal de otras personas; les señalé que se les iba toda la energía en eso.
(No les confesé que también se iba la mía, mi energía, leyéndolos, porque quizá ese dato los habría alentado a seguir.)
Hice lo posible para calmarles la rabia, pero no hubo caso; ellos eran felices de ese modo, poniéndose en una vereda distinta y haciendo puntería conmigo. Uno de los cinco publicó partes de mi correo privado, hizo alarde de remitente, se burló en público de mi fragilidad. Entendí que me había equivocado al escribirles, supe que hay una clase de gente que cree que ha triunfado cuando el objeto de su odio le habla con serenidad.
En esa época la desgracia quiso que una cadena alemana de televisión eligiera mi blog como el mejor del mundo. ¡Para qué! Se pusieron como locos y me odiaron muchísimo más que antes, escribieron con doble filo, se ensañaron con más ahínco y elucubraron nuevas teorías sobre mis estrategias de marketing, unas teorías increíbles en las que yo le succionaba la poronga a gente de Berlín a cambio de favores y medallas.
A esas alturas yo ya creía vislumbrar que el odio que me profesaban los cinco críticos no tenía nada que ver con mi obra, sino con otra cosa. Algo más salvaje, más incontrolable. Uno de ellos llegó a escribir, públicamente, que tenía muchas ganas de cagarme a trompadas, y que solamente me salvaba de sus puños el hecho de que viviera lejos. Los otros le rieron la gracia.
Una persona normal se habría desentendido más rápido. Yo mismo, ahora, puedo hacerlo, no me cuesta nada. Pero entonces era la primera vez que me ocurría y no había manera de pasarlos por alto. Por la mañana abría el Clarín, leía lo que pasaba en Argentina, y después, como un autómata, revisaba los blogs de mis cinco críticos, a ver qué nueva barbaridad habían dicho sobre mí.
Entonces, una tarde, pasó algo increíble. Algo que me salvó para siempre de las críticas ajenas, un hecho involuntario y azaroso que me sirvió para quitarme de encima la obsesión, y que me servirá siempre, siempre, como recordatorio.
Lo que pasó es que una tarde, una tarde rocambolesca de hace ahora tres años, en el blog de uno de ellos apareció un texto mío que se llama La verdadera edad de los países.
El dueño del blog, uno de mis cinco feroces detractores, había recibido un mail en cadena con un cuentito de autor anónimo. Un cuentito que lo maravilló y que, con grandes alabanzas, publicó completo.
Los otros cuatro amigos leyeron la entrada y también dejaron sus comentarios sobre el texto anónimo. Impresionante, escribió uno de ellos. Los demás lo secundaron con adjetivos similares. Estaban encantados con el descubrimiento, con el arte «popular y espontáneo» que se genera en internet, con «la fina ironía que trasunta el texto» y con la reputísima madre que los parió.
Dejé pasar unas horas, para ver si se daban cuenta solos del resbalón, pero como sus blogs no tenían más lectores que ellos mismos, nadie les avisó.
Siguieron los cinco conversando sobre el tema, congratulados y felices del hallazgo. Por la noche dejé mi primer y único comentario en uno de sus cuadernos. Les puse: «Cuando descubran al autor se van a querer matar». No firmé el mensaje.
Imagino que habrán buscado en Google la primera frase del texto, y que habrán dado enseguida con su autor. Imagino la vergüenza callada de mis cinco críticos feroces, que se habían convertido sin querer en cinco lectores más, en cinco lectores corrientes que gustan de leer cuentitos simples.
Después de aquello no hablaron más de mí. Meses más tarde sus blogs empezaron, de a poco, a mejorar.