Hay muchas maneras de disfrazar nuestra mediocridad doméstica. La más difícil de todas, está claro, es ser un genio. Los pocos que logran escribir un par de poemas inolvidables, o pintar cinco cuadros gloriosos, o patear todos los tirolibres al ángulo, o componer tres canciones de las llamadas clásicas, deberían tener eternamente perdonado que hayan meado en vida la tabla del inodoro, o que hayan votado a la derecha, o que un día atropellasen a una vieja en el auto y se hayan dado luego a la fuga.
Esta regla debería estar en Código Civil, junto con las demás cosas importantes del mundo. Artículo 4º: A los genios se les deben conmutar sus mezquindades. Archívese. ¡Es que hay tanto idiota defendiendo a los koalas de la extinción, que me da rabia que nadie lo defienda a Borges de María Kodama! Porque, si bien es algo tácitamente consensuado esto de que a los genios se les perdona todo, parece ser que los herederos lo han olvidado, y andan sacando trapitos al sol cada vez que se les pone un micrófono en la trompa.
Si a Borges le gustaba Pink Floyd, yo creo que tuvo veinte años para decirlo. Y si no lo dijo nunca, por algo habrá sido. Lo mismo, aunque más grave, pasó hace una década con la hija de Piazzolla, a la que se le ocurrió decir barbaridades sobre su padre en un libro llamado «Astor». No tengo el libro acá para ser literal como quisiera, pero recuerdo que la guacha chusmeaba lo siguiente:
—El día que murió el abuelo, papá estaba en Nueva York, y ni siquiera tuvo la delicadeza de enviar flores al entierro de su propio padre.
Por supuesto que no. El pobre músico se entretuvo llorando en la pieza de un hotel estadounidense mientras componía Adiós Nonino, quizá la obra más hermosa escrita en los últimos cinco milenios, y se le pasó lo más importante, que es mandar flores a un velorio que se estaba desarrollando en Mar del Plata. Si Piazzolla hubiese elegido bajar a la calle y comprar una corona de crisantemos para su padre en vez de ponerse a componer, ahora tendríamos una histérica menos y un agujero todavía más grande en la música contemporánea.
Y ahora me acuerdo de otra estúpida. Hace un par de años Marina Picasso estaba aburrida en su casa y no se le ocurrió mejor cosa que escribir otro libro biográfico. Lo único que había hecho hasta entonces Marina Picaso con su vida había sido gastarse la plata de su abuelo Pablo. El libro todavía no fue censurado (en España sólo se censura la publicidad de Axe) y se llama, cómo no, Picasso, Mi Abuelo. En él Marina narra, sin que le tiemble el pulso, que Picasso no era lo que se dice una buena compañía para una nieta, que no la sacaba a pasear, que no le cantaba el Arroz con Leche y que nunca la subió a caballito en los desfiles cívico-militares.
¡Y a mí qué mierda me importa, Picassita! Mi abuelo Salvador Casciari, que en paz descanse, me llevaba a pescar todos los domingos, me armaba barriletes con caña y papel manteca, me daba de tomar vino de misa mezclado con azúcar y yema de huevo y era el mejor amigo que un chico de nueve años puede tener, y no por eso voy a escribir un libro que se llame: «Mi abuelo era un inútil pintando cuadros cubistas».
Hablando de pintores y de Salvadores: hace tres meses escasos, una señora que dice haber sido novia de Dalí antes de que el catalán conociese a Gala, ha dicho por la televisión que el genio de Cadaqués estaba obsesionado con el sexo porque era impotente y, atención, «tenía un micropene». Por supuesto, la tele habló más de Dalí ese día que cuando se murió.
¿Pero qué cambia en el mundo por eso? Nunca faltará un gracioso que reinterprete el porqué de los relojes blandos, sí. Pero exceptuando eso, ¿qué cambia? ¿No sigue siendo la vida algo mejor gracias a que Dalí pasó por ella revoleando sus pinceles? Quizás, si el pintor hubiese tenido una poronga gigante como la de Darío Grandinetti, en vez de cuadros maravillosos ahora tendríamos más películas de Subiela. Dios nos libre y nos guarde.
Es probable, pienso ahora, que incluso sean más peligrosas las novias de la juventud que las mismísimas viudas o nietas o hijas de los genios. Las novias de la juventud son ésas que dicen haber estado con, pero que no presentan pruebas. Porque las viudas, más que más, tienen un poco de respeto. En cambio las que no lograron cazar al genio, además de veneno chismográfico, escupen vil resentimiento.
No hace mucho se paseó por Barcelona Edith Aron, una señora francesa muy fea que asegura haber sido la mujer que, en los años cuarenta y siendo noviecita de Cortázar, inspiró al escritor para su personaje La Maga. Esto no es lo malo; lo malo es que la perra lo cuenta como con lástima, con un cierto desdén, dejando claro siempre que ella nunca estuvo enamorada de él, sino al revés. Será puta.
En una entrevista reciente un periodista le pregunta:
—¿Cortázar era tan buen mozo como se ve en las fotos, Edith?
Y ella, la ingrata, la gorda, la fea, contesta:
—Bueno, de chico tuvo un problema en las glándulas… Después se hizo operar y sólo entonces le creció la barba. Por otra parte, no podía tener hijos. Y era demasiado intelectual. Incluso usaba anteojos de joven sin necesidad.
Escuchemé, señora —me dieron ganas de decirle—: este hombre la inmortalizó a usted. Este buen señor la debía querer mucho para componer uno de los personajes femeninos más impresionantes de la literatura del siglo veinte basándose en su cara de foca. Por lo tanto, si en el futuro alguien le pregunta si Cortázar era buen mozo, lo que usted tiene que hacer es decir: «Sí, era un churro bárbaro» y cerrar el orto con candado.
El hijo de Camilo José Cela, que se llama igual que su padre, y su última esposa, que se llama Marina Castaño, vienen protagonizando desde hace años, en la prensa española, un novelón patético para ver quién la tiene más grande (a la herencia). Don Camilo aparece en la tele tantas veces como Enrique Iglesias, y por motivos igual de superficiales. Debe ser el escritor más nombrado y menos leído de la península, por culpa de su descendencia conventillera.
Desde hace un par de meses se ha sumado al folletín una señora que dice haber sido la sirvienta de Cela, y que ha sacado a relucir las dedicatorias privadas que el Premio Nobel gallego escribía a su segunda esposa, diciéndole cosas como por ejemplo «este libro es para tí, analfabeta, a ver si aprendes a leer» y otras divertidas ironías de entrecasa que la prensa quiere hacernos ver como violencia doméstica.
Todo esta lista de mezquindades ocurre mientras hoy leo en la prensa (este fin de semana ha sido aciago para los genios muertos) que los herederos de Marlon Brando quieren patentar la imagen del actor y comercializar, en su nombre, camisetas, relojes, manteca y otros iconos por el estilo. Brando se revolvería en su tumba, si no fuera porque murió tan gordo, si supiera esto, porque justamente él quiso escapar, en vida, de toda la parafernalia y el merchandising y el rock and roll.
Yo me acuerdo cómo nos escandalizamos, hace quince años, cuando los padres del actor enano Gary Coleman estafaron a su hijo robándole las ganancias que le dejó la serie Blanco & Negro. Hoy día, viendo cómo están las cosas, habría que hacerle un monumento al matrimonio Coleman, porque al menos tuvieron la sinceridad moral de no esperar a la muerte del hijo para destruirle el buen nombre.
La última voluntad de todo el mundo no debiera ser «entiérrenme aquí o allá», ni debería ser «déjenle el piano al Museo de la Música». No. La última voluntad de todos nosotros debería ser: «Que los que se quedan vivos no abran la boca». Que se callen, que no cuenten nada sobre nuestra vida, que no vayan a la tele, que laburen. Sobre todo eso: que los parientes vayan a trabajar si quieren mantener el presente de reyes que el muerto les daba en vida.
A la Nina ya se lo tengo dicho. Cada vez que me ve bailando solo en el comedor con el disco de Los Parchís, le advierto:
—Nena, vos a papá nunca lo viste hacer esto.
No sea cosa que yo termine siendo un genio o algo, y después la pendeja quiera vender a buen precio mis intimidades para comprarse vestiditos.