Mientras todo el mundo dice «uh»
5m
Play
Pausa

Compartir en

Versión original:
Una playlist de 125 cuentos

Compartir en:

En el año 2005 vino mi papá por primera vez a visitarme a Barcelona. Y lo primero que hice cuando llegó fue llevarlo a ver al Barça. Cuando entré con Roberto al Camp Nou, me sentí, por primera vez, llevándolo a él a la cancha.

Hasta entonces él siempre me había llevado a mí. Cuando vas con tu papá a ver fútbol, siempre te lleva él, no importa quién sea más alto, no importa que tengas pelos en las patas. Si estás con tu papá, te lleva él. El padre siempre lleva al hijo. Pero esta vez estábamos en otro país y yo lo había invitado a Europa; entonces me sentí responsable. Y descubrí que Roberto, mi padre, no estaba cómodo en las plateas del Camp Nou. Estaba inquieto.

Miraba las bocas de ingreso y no podía entender, mi papá, la parsimonia de la gente que hacía fila para entrar. «¿Por qué nadie le pega a nadie?», me preguntaba. «¿Por qué no nos empujan, Hernán?», me decía. «¿Por qué ninguno me quiere afanar la billetera?». Roberto no me preguntaba esto con admiración primermundista, me lo preguntaba con disgusto. «¿Por qué nadie trae del brazo a una novia con el culo desproporcionado, Hernán?». Mi papá estaba descubriendo, de repente, que al postre que más le gustó en la vida le faltaba todo el colesterol.

Mi padre buscaba, en vano, la adrenalina en las plateas del Camp Nou. Miraba el civismo reinante con sospecha, como si el deporte que estaba a punto de ver no fuera fútbol, sino otro más patético: natación sincronizada o danza rítmica. «¿Y los papelitos, Hernán?», me preguntó cuando salieron los equipos. Y miraba al cielo y me decía: «¿Y los cantitos chanchos, Hernán?». Y otra vez miraba al cielo.

A la mitad del primer tiempo le pregunté por qué miraba tanto al cielo, y me dijo: «Es que es todo tan aburrido… los de la platea alta ni siquiera te mean».

En ese momento yo era bastante nuevo en España, y todavía no entendía la incomodidad de lo perfecto. Me dio la impresión de que mi padre exageraba, pero con el tiempo lo entendí.

Durante los siguientes diez años, al caminar por Las Ramblas, o por cualquier rincón de Barcelona, yo tampoco me pude sentir cómodo. En Barcelona no hay baches que saltar, ni bocinazos en las esquinas, ni manifestaciones espontáneas, ni colectiveros que te mandan a la recalcada concha de tu madre. Es un mundo paralelo, bastante mejor que mi mundo de origen, pero muy poco mío. No me gusta caminar por Barcelona porque lo más feo de la calle siempre soy yo. Y es horrible ser lo más feo de la calle.

Cuando volvía de visita a Buenos Aires me encontraba con todos los baches del mundo, y me topaba con los piquetes y recibía con alivio los bocinazos y las recalcadas conchas, pero tampoco lograba sentirme en casa. Eran mis calles, estaban mis amigos y mi familia, y mis insultos más queridos, pero en el bolsillo siempre tenía un pasaje de Iberia que decía: «Volverás en unos días a España; te estoy hablando yo, soy tu billete de regreso, volverás, gordo sudaca, a afear las calles de Europa». Pero un día, por suerte, pasó algo con mi pasaje de Iberia. La fecha de regreso era para mediados de diciembre y un poco antes tuve un infarto; entonces el médico no me dejó volar. Tuve que quedarme en Buenos Aires y perdí el vuelo. De hecho, fue la mejor excusa para quedarme a vivir.

Y en ese momento, cuando tomé la decisión de quedarme, los baches y los bocinazos y las puteadas me envolvieron como si otra vez fueran míos. Me acuerdo de que el día siguiente al que perdí mi pasaje de vuelta a Barcelona era un miércoles.

Me desperté a las siete y media de la mañana porque había fútbol. Era un día laborable como cualquier otro. Pero jugaba River contra un equipo japonés por el mundial de clubes. Siete y media de la mañana.

A los diez minutos del primer tiempo un japonesito pateó esquinado, y la pelota casi se mete en el ángulo, pero Barovero la sacó al córner. Yo dije «¡uh!» y me agarré la cabeza. Al mismo tiempo, por la ventana abierta, muchas otras voces en otras casas, gritaron «uuuuuuh». A la vez. Fue un murmullo de vecinos invisibles, como un coro de palomas mensajeras. Yo no los vi, pero intuí que estaban todos mirando la misma televisión.

Y entonces supe que había vuelto a mi país, por primera vez en quince años. Supe que ya no estaba en un lugar donde la gente duerme o hace otra cosa cuando yo miro lo que me importa por la tele. Supe que ya no tenía que pensar qué hora es en el lugar del mundo que me importa, ni qué temperatura hace en el lugar del mundo que me importa. Me sentí tan bien en la incomodidad y el caos. Descubrí que estaba, otra vez, en el lugar donde todos decimos «¡uh!» a las ocho de la mañana por las razones más estúpidas. Y me puse a llorar, frente a la tele, como un chico, mientras que por la ventana todo el mundo decía «¡uh!».

Hernán Casciari