Era el año 2005. Cuando entré con Roberto al Camp Nou me sentí, por única vez en la vida, llevándolo a él a alguna parte. Hasta entonces él siempre me había llevado a mí. A la cancha de Racing, en Avellaneda. O a la de Flandria. O a cualquier cancha. Cuando vas con tu papá a ver fútbol siempre te lleva él, no importa la edad de tu documento, ni quién sea más alto, ni cuántos pelos tengas en las patas. El padre siempre lleva al hijo.
Pero esta vez estábamos en otro país y yo lo había invitado no solamente al Camp Nou, sino también a Europa; entonces me sentí responsable de su comodidad. Y descubrí que Roberto no estaba cómodo. En absoluto. Estaba inquieto.
Mi padre miraba las bocas de ingreso del estadio y no podía entender la parsimonia de la gente que hacía fila para entrar. «¿Por qué nadie le pega a nadie?», me preguntaba con estupor. «¿Por qué no nos empujan, Hernán?», me decía. «¿Por qué ninguno me está robando la billetera, Hernán?».
Roberto no me preguntaba esto con admiración primermundista, sino con disgusto, con extrañeza y con bronca. «¿Por qué nadie trae del brazo a una novia con el culo desproporcionado, Hernán?».
Mi padre estaba descubriendo, de repente, que a su porción de chocotorta le faltaba todo el colesterol.
Me acordé enseguida de los esfuerzos tremendos que él había hecho, cuando yo era chico, para llevarme a las canchas de fútbol argentinas. Cómo debió resguardarme de las avalanchas, cómo me aisló de las puteadas más groseras. Recordé los viajes en el 93 hasta la avenida Pavón, el silencio que se hacía cuando pasábamos por La Boca y temíamos que los bosteros (que son nativos porteños en estado salvaje) entraran por la ventanilla para acribillarnos en una emboscada.
Recordé las lágrimas de Chichita cuando nos íbamos a ver un Racing – Independiente: eran lágrimas parecidas a las de las madres cuando sus hombres parten a la guerra.
Por eso mi padre buscaba, en vano, la adrenalina en las tribunas del Camp Nou. Miraba el civismo reinante con sospecha, como si el deporte que estaba a punto de ver no fuera fútbol, sino otro más patético: natación sincronizada o danza rítmica.
«¿Y los papelitos, Hernán?», preguntó cuando salieron los equipos a la cancha. Yo le dije que no había papelitos en los estadios españoles, porque estaba prohibido hacer basura. Y él miraba el cielo. «¿Y los cantitos chanchos, Hernán?». Le dije que tampoco había rimas ni palabrotas. Y él volvía a mirar el cielo.
A la mitad del primer tiempo le pregunté por qué miraba tanto el cielo, y me dijo:
«Es todo muy aburrido, Hernán: los de la platea alta ni siquiera te mean».
En ese momento yo era bastante nuevo en España, y todavía no entendía la incomodidad de lo perfecto. Me dio la impresión de que mi padre exageraba su fastidio, pero con el tiempo me empezó a pasar algo parecido por la calle.
Durante los siguientes diez años, al caminar por las ramblas, o por el paseo Sant Joan, no pude sentirme cómodo. En Barcelona no hay baches que saltar, ni bocinazos en las esquinas, ni manifestaciones espontáneas, ni colectiveros que te mandan a la recalcada concha de tu madre.
Es un mundo paralelo bastante mejor que mi mundo de origen, pero muy poco mío. Y para peor tengo una corazonada narcisista cuando voy por la calle: creo que mi sola presencia de gordo zaparrastroso afea un poco esa perfección.
Cuando vuelvo de visita a Buenos Aires me encuentro con todos los baches del mundo, y me topo con los piquetes y recibo con alivio los bocinazos y las recalcadas conchas, pero tampoco logro sentirme en casa. Son mis calles, están mis amigos y mi familia, mis insultos más queridos, pero en el bolsillo siempre tengo un pasaje de avión que me dice:
«Volverás en unos días a España; soy yo, tu billete de regreso, te estoy hablando a ti, gordo sudaca».
Sin embargo, esta vez pasó algo con mi pasaje de Iberia. La fecha de regreso era para mediados de diciembre y un poco antes tuve un infarto; entonces el médico no me dejó viajar. Tuve que quedarme en Buenos Aires y perdí el vuelo. Todavía sigo acá, en mi ciudad de origen.
Y ahora, que no tengo el contrarreloj de Iberia, los baches y los bocinazos y las puteadas me envuelven como si otra vez fueran míos.
El día siguiente que perdí mi billete de regreso a Barcelona era un miércoles. Me desperté a las siete y media de la mañana. Era un día laborable como cualquier otro en Buenos Aires. En la tele había un partido entre un equipo argentino y otro japonés, en directo desde Oriente.
A los diez minutos del inicio un japonesito pateó muy fuerte, esquinado, y la pelota casi se mete en el ángulo, pero el arquero de River la sacó al córner. Yo dije ¡uh! y me agarré la cabeza. Al mismo tiempo, por la ventana abierta, muchas otras voces en otras casas gritaron uuuuhhh. Al mismo tiempo que yo. Fue un murmullo de vecinos invisibles, como un coro de palomas mensajeras, que se agarraron las cabezas. Yo no los vi, pero intuí sus presencias.
Entonces descubrí que había llegado a mi país, por primera vez en quince años. Supe que ya no estaba en un lugar donde la gente duerme o hace otra cosa cuando yo miro lo que me importa por la tele. Supe que ya no tenía que pensar qué hora será en el sitio del mundo que me importa, ni qué temperatura hará, porque lo podía ver por la ventana. Descubrí que estaba, otra vez, en el lugar donde todos decimos ¡uh! al unísono, a las ocho de la mañana, por las razones más ridículas. Y me puse a llorar; como un chico, mientras todo el mundo decía uuuuhhh.