El tercero de nuestros dioses
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Messi es un perro y otros cuentos

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Aunque el torneo haya empezado el jueves, en mi cabeza arrancó hace un rato, a los 20 minutos del segundo tiempo del undécimo partido, cuando Messi hizo su primer gol en un Mundial con la camiseta numero diez en la espalda.

Quiero olvidarme rápido del primer tiempo de Argentina contra Bosnia; hoy no es día (ni yo soy quién) para hablar de táctica. Prefiero centrarme en un detalle curioso: desde 1998 ningún jugador argentino con la diez en el pecho había marcado un gol. El último fue uno intrascendente del ‘Burrito’ Ortega contra Jamaica en París.

El gol de Messi contra Bosnia le estampa a la camiseta argentina la rúbrica de sus antecesores: Kempes y Maradona. Fue un gol limpio, hermoso, de estilo propio y de importancia psicológica para el grupo, como los que hacían Mario Alberto y Diego Armando. Y también fue un gol en el Maracaná, en ese templo, y en medio de un torneo que se proyecta como el menos frívolo y el más intenso de lo que va de siglo.

Hacía mucho que un Mundial no arrancaba sin más distracciones que las propias del fútbol. Mientras escribo esto se jugaron once partidos y se marcaron 37 goles, a razón de casi tres y medio por barba. Hace cuatro años, Sudáfrica había dejado 18 goles escuálidos a esta altura (1,6 por partido) y no solo eso: seis de esos choques acabaron en empates tristes. En este Mundial de Brasil todavía no hubo empates.

¿Ustedes se acuerdan cuál fue el tema central durante la primera semana de Johannesburgo? Las vuvuzelas. Hablábamos sobre el ruido insoportable que bajaba de las tribunas. No había otra cosa para comentar.

Pero esta vez la Copa se disputa en tierras de raigambre futbolística, y eso nos salva de tribunas neófitas que creen que el fútbol es una fiesta de colores. En las canchas brasileñas la mayoría entiende el reglamento y no malgasta la tarde en hacer la ola, ni en taladrar con bocinas de camión, ni en tomar sopa en los entretiempos.

Hace un rato el Maracaná fue lo más parecido a una cancha de fútbol en los últimos tres mundiales. Me acuerdo en cambio de la tristeza de Japón-Corea 2002, cuando oíamos murmullos de gol en las tribunas cada vez que la pelota se iba al lateral. Nadie entendía un carajo de fútbol. En Brasil esto no ocurre: hay frecuencia pura entre el campo y los tablones.

En lo personal, mi única frivolidad adictiva es ir corriendo a Kiosko.net —después de alguna debacle muy sonada—, para ver cómo reaccionan las portadas regionales a su propio sacudón. El primer terremoto de la semana fueron los cinco de Holanda a España, que los dos países titularon así:

Pensé que me iba a hacer feliz la caída española, pero a la mitad del segundo tiempo empecé a sentir pena por los chicos del Barça. No sé por qué; no esperaba que mi cerebro optara por una reacción tan sentimental, tan de club.

Supongo que ver a Xavi, a Iniesta, a Piqué, a Busquets o a Cesc (todos tan queridos y nobles) con los ojos desencajados y sin saber para dónde salir disparando, me hizo recordar el fin del ciclo blaugrana y se me humedeció la mecha de la felicidad por ver tambalear a España. Solamente me iluminaba el corazón de alegría verle la cara a Sergio Ramos. ¡Ah, qué asco más grande le tengo a ese muchacho!

La segunda catástrofe fue todavía más impensada: Costa Rica le hizo tres a Uruguay y las portadas de los dos países lo vivieron distinto.

El hipotético triunfo de Costa Rica se pagaba 12/1 en las casas de apuestas online un minuto antes de empezar el partido. Después del gol de penal de Cavani, apostar por los ticos llegó a pagarse 37/1. Y la opción de un marcador final de tres a uno a favor de los débiles cotizó 101/1. Es decir, que si al inicio del segundo tiempo le apostabas cien dólares al resultado que acabó siendo, un rato después te llevabas a casa diez mil dólares y cien para el taxi.

Yo no aposté, ni a favor ni en contra. Lo único que hice fue mirar el partido con la boca abierta sin poder creer lo que estaba pasando, con una enorme sensación de angustia.

No quiero que los charrúas se vuelvan pronto a casa. En mi cabeza mundialista, el seleccionado uruguayo funciona como la rueda de repuesto del auto en unas vacaciones largas. Ante cualquier accidente, pinchazo o reventón argentino ahí está siempre la Celeste, en el baúl.

Me gustaría que el Mundial 2014 se mantenga intenso y lleno de emociones fuertes. Me gustaría mucho que Messi vuelva al Maracaná dentro de un mes y repita con la camiseta número diez. Me gustaría que el promedio de goles por partido se mantenga alto y que no suene ni una sola vuvuzela en las tribunas. Y por pedir, también quisiera que Uruguay siga en la Copa, porque es peligroso viajar por los mundiales sin rueda de auxilio.

Ocurra todo esto o no —y sin que incida que Argentina haya ganado hoy— este Mundial me gusta. Es una buena costumbre despertarse y saber que hay tres partidos al día, que la transmisión es siempre cuidada y limpia y que por fin hubo una fiesta inaugural pensada por gente de fútbol; es decir, breve y sin que a nadie le importe un carajo.

Una idea que todavía no se le ocurrió a ningún canal de televisión hispano —o por lo menos no lo he visto— es la de subtitular los himnos iniciales, y traducir los extranjeros al castellano. Sería fantástico entender qué dicen los versos patrios en cada cultura, y con qué palabras los gladiadores se hinchan las venas antes de empezar a defender sus colores y su honor.

Yo hice una pequeña prueba en video con pedacitos de los himnos de Colombia, Brasil y Chile. El resultado es intenso y muy informativo; no es habitual ver a jóvenes fortachones millonarios —en el momento más importante de sus vidas—, gritar frases como «oh gloria inmarcesible» o «la libertad en rayos fúlgidos».

Les dejo la pequeña edición casera que hice ayer, con el secreto deseo de que la vea algún editor jefe de la Televisión Pública y ponga en práctica el recurso.

Si quieren hacerse eco de este pedido, hagan fuerza desde Twitter con #HimnosSubtitulados, a ver si alguien da pelota.

¡Pero no tuitéen durante los partidos, por el amor de Dios!

Habría que instaurar como regla que el que tuitea durante los partidos de Argentina o no está nervioso o el fútbol le chupa un huevo.

Twitter está muy bien para equilibrar la modorra de espectáculos aburridos, como los Juegos Olímpicos o los Premios Oscar. Es correcto, y hasta esperable, hacer chistes de 140 caracteres mientras seis chicas hacen natación sincronizada. Pero tuitear mientras países importantes se juegan la vida en un deporte serio, es un despropósito.

Lamento decirlo públicamente, pero qué vergüenza más grande me provoca espiar —tras la finalización de un partido— la cronología de algunos amigos míos a los que creía muy hombres, y que se han pasado todo el segundo tiempo de Argentina vs Bosnia haciendo chascarrillos sobre el apellido de un centrojás, o sobre la vestimenta del cuarto árbitro.

Que me perdonen mucho, pero los que tuitean en tiempo real mientras once de los nuestros aprietan los dientes, esa gente, no entiende la diferencia entre un Mundial y Masterchef.

Mi papá, que en paz descanse, no podía soportar que volara una mosca en medio de un partido. Si sonaba el timbre o el teléfono a la mitad del Mundial, él ponía gesto de incomprensión del universo y pronosticaba: «O es una vieja o es un puto». Y siempre era una vieja o era un puto, no fallaba nunca. Una vez fue un mormón, que vendría a ser las dos cosas al mismo tiempo.

Es una suerte que Roberto Casciari haya muerto en 2008, antes de la twittermanía: el pobre no habría soportado descubrir que medio país (incluidos hombres grandes, con pelos en las patas) se hacen los chistosos desde su telefonito mientras Kempes y Maradona esperan en su parnaso al tercero de nuestros dioses.

Hernán Casciari