Temor a lo que se desea
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Messi es un perro y otros cuentos

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Desde hoy y durante un mes entero me voy a poner monotemático y solamente escribiré sobre el Mundial de Fútbol. No es una decisión estratégica, sino la imposibilidad de pensar en otra cosa. Me encantaría tener otros cajones en mi cerebro, pero soy incapaz.

Hace cuatro años escribía en el diario El País una columna sobre ficciones de televisión y —como estaba a punto de empezar el Mundial de Sudáfrica— no se me ocurrió mejor idea que poner en pausa la temática «series» y hablar sobre fútbol durante un mes.

Fue un desastre, porque al empezar predije (delante de miles de lectores españoles) que España caería en cuartos y que el seleccionado argentino saldría campeón. Es el día de hoy que todavía se están burlando de mí, qué vergüenza.

Cuando finalmente Andrés Iniesta hizo aquel gol agónico en el suplementario de la final y España se proclamó campeón del mundo de fútbol por primera vez en su historia, escribí un pequeño texto en mi columna de El País para congraciarme con los lectores ibéricos.

No fue suficiente, porque me odiaron desde entonces y para siempre, con razón. Pero el texto (que se llamó «Bienvenidos a la elite») era muy sentido y un fragmento decía así:

Cambian muchas cosas después de que tu país gana una copa del mundo por primera vez. Cambian la relación del fútbol con las mujeres; desde mañana vas a tener que soportar a tu madre, a tu novia, a tu hermana hablando de triangulación y verticalidad. Es insoportable, pero el año que viene se les pasa.

Cambian más cosas. La cantidad de chicos de ocho años que quieren ser mediocampistas. La cantidad de bebés bautizados con el nombre de Carles, de Andrés, de Iker. Cambia la publicidad deportiva: ahora serán spots sensibleros, porque existe, por fin, la memoria emotiva. Cambia tu relación con los países limítrofes: con el de la izquierda, que nunca ganó una final; con el de la derecha, al que ahora ya mirás de frente.

Cambia el modo en que se emiten los partidos por televisión. Un país campeón del mundo no merece ir a publicidad durante siete minutos después de vencer en una final. Eso es mezquino, es sucio, es irresponsable. Dentro de cuatro años ya no ocurrirá.

Cambian muchísimas cosas cuando tu país es el mejor de todos en el mejor deporte que existe. Cambia el modo en que esperás el Mundial que viene. Cambian la Liga, la Copa y la Champions, que ya no valen tanto como antes. Ya hay un gol que gritaste más que ninguno.

Enhorabuena, españoles. Bienvenidos a la élite de los hinchas que sufren de verdad.

Esta vez no pienso arriesgar una predicción deportiva, pero mañana empieza un nuevo Mundial de Fútbol y mi cerebro vuelve a estar incapacitado para escribir sobre otra cosa, para ver ficciones en la televisión ni para pensar en algo diferente que no sea una pelota en movimiento continuo. Y lo poco o mucho que tenga para decir, lo diré únicamente acá, en mi blog.

De hecho, esta es la primera entrada de varias que intentaré redactar y publicar en caliente, conforme vayan transcurriendo los partidos.

Esta semana estuve en Perú, un país que no participa de mundiales de fútbol desde 1982. Estuve con un montón de gente joven que ni siquiera recuerda aquel Mundial de España, o que no había nacido cuando se llevó a cabo. Y sin embargo Lima rebosaba de espíritu mundialista. Al caminar por las calles limeñas, al ver los carteles en las marquesinas y el fervor inminente, intenté imaginarme un Mundial sin presencia argentina.

Lo más cercano en tristeza y desazón fue el campeonato de Japón 2002, en el que no solo nos echaron a patadas después de tres partidos horribles, sino que además fue mi primer Mundial lejos de Buenos Aires y también fue la fecha ingrata en que descubrí que mi mujer (por entonces flamante) no se despertaría por la madrugada para cebarme mate ni para consolarme.

Ahora, mientras escribo, faltan pocas horas para que empiece el undécimo Mundial de mi vida, y de a poco empiezo a sentir el cosquilleo. Hace unos días Gabriela Wiener me hizo una pequeña entrevista para la revista dominical del periódico La República. Hablamos casi únicamente de fútbol (la entrevista esta aquí), pero hubo una respuesta que a los editores del diario les pareció inadecuada y publicaron solo parcialmente.

Gabriela me preguntó:

—¿La aguda crisis social brasileña, que han puesto de manifiesto las protestas callejeras estos días, impedirá que disfrutes del Mundial?

Y yo le contesté una exageración inofensiva que prefirieron no publicar:

—El Mundial se puede estar jugando en medio de niños etíopes muertos de hambre; incluso la pelota oficial del Mundial puede estar hecha del cuero de esos niños desnutridos, y el Gobierno del país anfitrión puede estar matando judíos pelirrojos durante los entretiempos, y se pueden caer en avalancha las tribunas de la semifinal más concurrida, con muertos destripados al costado del banderín del córner, que yo seguiré atento al fixture y miraré todos los partidos que pueda.

No entiendo por qué censuraron esa parte, si es lo que pensamos todos, básicamente. En el mundo ocurren un montón de barbaridades todos los días. En cambio los Mundiales son cada cuatro años. No es justo que las tragedias y las mezquindades se pongan egocéntricas y acaparen el único mes interesante que tenemos.

La pelota empieza a rodar mañana. Yo los espero en estas páginas de Orsai, desde hoy y durante un mes entero. No hablaré más que de fútbol, o de esa neblina antropológica que crece a su alrededor.

Los años en que no hay Mundial son años tontos. Y este 2014 por suerte no es uno de ellos. Este es un año intenso. Y dentro de esos años poderosos hay treinta días únicos que no se olvidan nunca. Hoy estamos entrando, con esperanza y ansiedad, a ese surco inolvidable del calendario.

Desde mañana puede pasar lo peor y lo mejor, y a veces las dos cosas al mismo tiempo. Si angustia es temor a lo que se desea, una final entre Brasil y Argentina, en cancha de ellos, en mi cabeza es deseo y es temor al mismo tiempo.

Bienvenidos entonces a la angustia de los próximos treinta días.

Hernán Casciari